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Fumar en Madrid

"Prohibido fumar", advierte un severo cartel en la puerta de mi gimnasio. Empuja uno la susodicha puerta y se encuentra invariablemente al dueño del gimnasio, que es también su gerente y monitor, echando un pitillito. Típicamente madrileño; ya se sabe que lo madrileño es la quintaesencia de lo español. Y uno de los rasgos mas curiosos de la polémica en torno al tabaco es cómo las características nacionales le imprimen en cada caso su marca. En Estados Unidos y el Reino Unido se ha convertido en la última manifestación del viejo puritanismo, una especie de integrismo menos peligroso que otros, pero no mucho menos fanático, que llega al extremo de que en ciertos hoteles existen habitaciones en las que -nos aseguran- nadie ha fumado nunca, y compañías de alquiler de vehículos que ofrecen coches igualmente inmaculados desde su concepción. El humilde tabaco se está convirtiendo en la encarnación del pecado; la virtud se llama vida sana. No fumar confiere, en esos países, una superioridad moral, de la que algunos creen que basta para librarse de la enfermedad, en la cual sólo caen -como en el infierno- quienes por sus pecados la merecen... A estos tintes religiosos se añaden también subrepticios ribetes sexuales: cuando dejé de fumar, viviendo en el Reino Unido, mi farmacéutico, para felicitarme, no me quiso cobrar un producto que yo le había encargado: me lo regaló con una dedicatoria -una etiqueta que escribió y pegó al frasco-: "For miss F., for being a tobacco virgen again" ("Para la señorita F., por ser nuevamente virgen de tabaco).Aquí en España el principio que rige es el de tradición católica: la ley no está interiorizada en forma de autoexigencia, como en los países protestantes, sino encarnada por una autoridad exterior que sólo consigue imponerse por la fuerza, y a la que uno engaña siempre que puede. Siempre se ha dicho que en, España hay impuestos, pero no se pagan, de hecho no es más qué aplicación del principio genérico: en España hay leyes, pero no se cumplen. Respetar la ley porque si, por principio, cuando no le están a uno obligando a punta de pistola, es algo que en España no se le ocurre a nadie; y no hablemos de respetar los derechos ajenos cuando ni siquiera hay ley de por medio. Ejemplo de lo primero: está prohibido fumar en los andenes y pasillos del Metro, pero todo el mundo se hace el sueco; ejemplo de lo segundo: los fumadores españoles dan por sentado que las playas son inmensos ceniceros a su disposición; si alguna vez ve uno a un fumador levantántose para ir a tirar a la papelera su colilla, puede estar seguro de que es extranjero, del Norte para más señas.

En España lo que cuenta no es la ley -igual para todos-, ni siquiera la autoridad -moral- -para hacerla cumplir; en España, y sobre todo en Madrid, lo único que cuenta es quién manda. A veces se acuerda uno de la Unión Soviética, donde según relataba un exasperado lector a la revista Ogoniok, le había sucedido el siguiente episodio: compró en un supermercado unas latas de conserva; al llegar a casa se dio cuenta de que estaban caducadas; reclamó; no quisieron cambiárselas, y tras innumerables dimes y diretes, la autoridad competente zanjó el asunto extendiendo un certificado según el cual el plazo de caducidad de dichas latas quedaba prorrogado (véase Lettres des profondeurs de l' URSS, Gallimard, París, 1991).

El ejemplo más flagrante no es sólo madrileño, sino de una de las instituciones que en Madrid representan al Estado, la Biblioteca Nacional. Como es lógico, en la Biblioteca Nacional está prohibido fumar. Los usuarios respetan la prohibición porque algún funcionario, les podría sancionar, pero los funcionarios ¿por qué habrían de molestarse en respetarla, si ellos mandan? Así, el encargado de servir los libros lo hace tranquilamente fumando, justo debajo del cartel de "No fumar". Sospecho que está convencido de que al igual que las latas de conserva soviéticas, los libros españoles saben acatar la jerarquía: si sobre ellos cayera alguna brasa, tendrían la deferencia de preguntar, antes de incendiarse, quién es el fumador, y en caso de que fuese todo un señor funcionario, el libro impertérrito, haciendo gala de espíritu castrense, apagaría él mismo las llamas.

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