El lavatorio de Pilato
El ministro de la Presidencia pidió a primeros de julio un dictamen al Consejo de Estado sobre la eventual desclasificación de los documentos secretos del Cesid solicitados por un juzgado de San Sebastián y los juzgados 1 y 5 de la Audiencia Nacional. La contestación -no vinculante- tal vez despeje dudas y aclare incertidumbres al Gobierno, pero no señala el camino que se debiera seguir para solucionar el conflicto. Poncio Pilato adquirió una celebridad tan imperecedera como desapacible cuando "tomó agua y se lavó las manos delante de la gente" para confiar a las enfurecidas turbas -"vosotros veréis"- la suerte de Jesús de Nazaret (Mateo, 27, 24); si esa elusiva actitud puso de relieve el carácter pusilánime del pretor romano, la similar indeterminación de la respuesta dada por la comisión permanente del Consejo de Estado a la consulta gubernamental se justifica en parte por la capciosidad de las preguntas formuladas: resulta comprensible que el "supremo órgano consultivo" del Poder Ejecutivo se resista a sacar las castañas del fuego a su asesorado en un candente asunto que enfrenta a la seguridad del Estado y la defensa nacional con el principio constitucional del derecho de todos los ciudadanos a la tutela judicial efectiva.Durante la anterior legislatura, una sentencia del Tribunal de Conflictos de Jurisdicción zanjó, en diciembre de 1995, un apasionado enganche entre el juez Garzón y el entonces ministro de Defensa, Gustavo Suárez Pertierra, resolviendo que la ley preconstitucional, pero vigente, de Secretos Oficiales atribuye de forma exclusiva el monopolio de clasificar y desclasificar los documentos secretos al Consejo de Ministros; según esta doctrina, los jueces no pueden exigir, sino tan sólo solicitar al Ejecutivo la entrega de esos materiales. A comienzos de 1996 el Consejo de Ministros denegó dos peticiones judiciales para la entrega de unos documentos del Cesid que habían sido reproducidos por el diario El Mundo en la estela de la extorsión con que el letrado Jesús Santaella, abogado a la vez de Mario Conde y del coronel Perote, estaba acosando al Gobierno de Felipe González; en su reciente libro Vendetta (Plaza y Janés, 1996), Ernesto Ekaizer relata la decisiva función desempeñada en ese vergonzoso chantaje por la publicación periodística de ese material secreto.
El dictamen emitido por el supremo órgano consultivo del Gobierno adopta la misma posición que el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción acerca de la cuestión de fondo (sólo el Consejo de Ministros puede clasificar o desclasificar documentos secretos), pero añade algunos interesantes matices al respecto. El Consejo de Estado aclara al ministro de la Presidencia varios extremos: manifiesta su incapacidad para apreciar las posibles lesiones causadas a los compromisos internacionales españoles por la eventual revelación de esos documentos sin examinar previamente su contenido; recuerda la necesidad de que el Gobierno motive las resoluciones discrecioniales adoptadas en este ámbito; muestra cómo los principios constitucionales reguladores del proceso penal en España imposibilitan que el conocimiento por los jueces de esos papeles sea compatible con la conservación de su condición secreta, y subraya la competencia exclusiva de los tribunales para apreciar en las causas penales el valor probatorio de los informes elaborados por los servicios de inteligencia.
Queda, finalmente, la pregunta del millón de dólares: la forma de concebir e instrumentar la imprescindible reforma de la preconstitucional Ley de Secretos Oficiales para regular el acceso de los jueces a la documentación clasificada a través de alguna instancia arbitral que no sea el propio Gobierno. Tras hacer un rápido y superficial resumen de las fórmulas aplicadas con ese fin en el derecho comparado, el Consejo de Estado no se moja y da largas. Sin embargo, resulta urgente encontrar una salida al insostenible dilema que obligaría artificiosamente a elegir entre la seguridad del Estado y el derecho a la justicia de sus ciudadanos.
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