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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Oposición sindical

EL FRENESÍ decisorio- planes y paquetes de medidas urgentes en los más variados campos- que ha caracterizado las primeras semanas del Gobierno del PP se ha producido en un escenario político caracterizado por la ausencia de una oposición seria y eficaz. El PSOE no acaba de reaccionar y las advertencias siempre apocalípticas de Julio Anguita no permiten articular una alternativa creíble. Sin embargo, las decisiones adoptadas exigirían un debate consistente.Se trata de actuaciones que pueden cambiar aspectos esenciales de la vida española y, en particular, de su economía. Algunas de ellas alteran el reparto de la renta y de la riqueza, por la vía de la fiscalidad o por las modificaciones anunciadas en el patrimonio público. Ante la escasa respuesta de la oposición parlamentaria, son los sindicatos los que han terminado por convertirse en el principal contrapeso del Gobierno, asumiendo un papel que no es el suyo y que les ha costado no pocos tropiezos en el pasado reciente. No es función de los sindicatos hacer oposición política. Si ello sucediera sería porque los partidos políticos han abdicado de su deber y dejan un espacio vacío que, inevitablemente, tienden a llenar en alguna medida las organizaciones sociales.

La oposición que ahora muestran frente a las propuestas privatizadoras del Gobierno tiene probablemente un componente corporativo, porque no en balde el poder sindical se apoya en buena medida en la empresa pública y ha hecho de ella el escenario de sus batallas más sonadas. En España, el contraste de la presencia sindical en la empresa pública y en la privada es muy acusado. Pero nada de esto puede hacer olvidar los cambios que el discurso sindical ha introducido en los últimos años como resultado de fenómenos nuevos como la globalización de la economía. De ahí que la dura reacción sindical haya que entenderla en primer lugar como una exigencia de información a un Gobierno que se llena la boca con promesas de diálogo y a continuación anuncia poco menos que la privatización de todo el sector público sin ofrecer mayores explicaciones.

Que el proceso de privatizaciones de empresas públicas abierto por el Gobierno, tras una cuestionable sustitución de algunos de sus responsables más acreditados, se presta a interpretaciones distantes de la estricta racionalidad económica es algo extendido que, en todo caso, han de clarificar los representantes políticos. Si el proceso que se va a llevar a cabo estuviera acompañado por el necesario debate parlamentario y rodeado de la transparencia que anuncia el presidente Aznar, esas amenazas hoy latentes de conflictividad social serían probablemente menores.

El problema es que tampoco existen suficientes garantías, o hasta el momento no han sido ofrecidas por el Gobierno, de que tras la enajenación de empresas públicas se alcancen los objetivos de saneamiento propuestos. Tampoco de que los nuevos propietarios conserven cuando menos los niveles de eficiencia que las empresas susceptibles de venta han alcanzado. En ausencia de una confrontación verdaderamente política, las posibilidades de que los sindicatos desborden sus funciones son indudablemente mayores.

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