Atletas
Tal vez ningún peón de albañil silbaría hoy a la Venus de Milo si fuera una chica de carne y hueso vestida por Benetton y pasara junto a unas obras de Agromán. Tampoco la Afrodita de Cnido que fue esculpida por Praxiteles provocaría esos cinco segundos de silencio testicular que se producen entre los becerros cuando una chica de belleza actualizada y explosiva se acerca a una barra. Los obreros que estaban construyendo el Partenón, mientras erigían la estatua de Palas Atenea con las poleas en la Acrópolis, sin duda lanzaban gruñidos y piropos obscenos al paso de unas jovencitas que bajo las túnicas escondían un cuerpo como el de las diosas que ellos adoraban. Esas mismas chicas que luego fueron esculturas griegas hoy pasarían inadvertidas en la noche de viernes en medio de la convulsión de vísceras de una discoteca de bakalao. La Venus de Milo tiene los riñones demasiado bajos para el gusto espermático de ahora y su cántaro parece también un poco pesado, de modo que no es probable que consiguiera una sola medalla en los Juegos de Atlanta. Por su parte, aquellos dioses y atletas masculinos están totalmente atemperados al ideal aristotélico de las saunas para gays, pero ahora tendrían que llevar además la visera de la gorra en la nuca si quisieran seducir a alguien. Las medidas áureas del cuerpo humano han permanecido selladas durante muchos siglos bajo las plantas de Zeus en Olimpia. No tenían nada que ver con la pasión, sino con la armonía, que es el inconsciente de la geometría. Los cuerpos áureos de Atlanta son como aquellos griegos después de haber comido infinitas zanahorias y de haberse puesto la gorra del revés. A un negrito vacilón de Harlem un día le picaba demasiado el sol en el pescuezo. Se limitó a taparse la nuca con la visera. Ese gesto utilitario se ha convertido en otro canon universal. Tal vez si la Venus de Milo hiciera aeróbic con sudadera y llevara la gorra del revés aún le silbaría algún albañil de Agromán al cruzar unas obras, aunque no fueran las del Partenón.
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