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Las elecciones más importantes de la historia de EE UU

Las elecciones en Estados Unidos, al estar libres de violencia, constituyen una oportunidad natural para su sustituto verbal: la exageración. Pero describir las elecciones presidenciales de 1996 como las más importantes de la historia de Estados Unidos no es desbarrar. Hasta ahora, en toda su historia, los estadounidenses jamás han votado a sabiendas a un presidente que se pueda describir ecuánimemente como un pillo simpático. Si lo hacen en noviembre, significará que se han borrado los últimos residuos de calvinismo que quedaban en la cultura de Estados Unidos con todo lo que ello implica para el futuro.No es que los pillos simpáticos sean aceptables como líderes políticos tanto en Latinoamérica como en la mayoría de los países mediterráneos, sino que, de hecho, son los tipos preferidos. Si se rumorea que el presidente tiene uno o dos hijos ilegítimos, eso mejora su reputación, así como el tener una vida amorosa activa mientras está en el poder. Si se sabe que el presidente ha hecho un poco de dinero aprovechando su carrera política, lo más probable es que los electores sean tolerantes y le envidien en lugar de sentirse agraviados al considerar que ellos harían lo mismo en su lugar. Es evidente que los que roban sin freno o exprimen con brutalidad no gozan de esa tolerancia. Los pillos sólo pueden ser culpables de pecadillos, pecados veniales, no de pecados verdaderamente graves. Y tienen que ser hombres del pueblo simpáticos, con verdadero encanto y mucha personalidad.

Los estadounidenses, por el contrario, siempre han exigido en el pasado que los presidentes se atuvieran, al menos exteriormente, a las nociones convencionales de moralidad personal y parecieran tener un carácter firme. Han perdonado más fácilmente una personalidad blanda o incluso algo desagradable que un carácter indeciso a la hora de atenerse a los principios o valores establecidos. Lo que los estadounidenses han buscado en sus presidentes es carácter, impulsados por la vaga idea de que es una virtud indispensable en una crisis peligrosa.

No obstante, según los sondeos, ésta característica tan esencial de la cultura política de Estados Unidos está a punto de cambiar. Bill Clinton es, ciertamente, muy simpático y, más que un poco pillo, es el tipo de persona que nunca tendría, a sabiendas, un comportamiento brutal o criminal, pero que tampoco se siente atenazado por ningún código moral rígido. Antiguamente se hubiera dicho que no era un hombre de fiar en lo que respecta a las esposas e hijas ajenas. Escapadas amorosas aparte, y sea lo que sea que se pueda deducir de las complicaciones del caso Whitewater, lo que es evidente es que Bill Clinton no tiene ningún olfato natural para los estafadores, dado que se asoció activamente con un montón de gente que, desde entonces, ha sido acusada de una gran variedad de fraudes. También es evidente que, cuando intentaron aumentar su patrimonio, los Clinton evitaron tanto la ilegalidad declarada como cualquier respeto a la decencia que pudiera constituir un obstáculo.

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Lo que es más, la atractiva -incluso radiante- personalidad de Bill Clinton coexiste con una actitud tan flexible hacia las aspiraciones grandes y pequeñas en cuestión de principios, por no hablar de los valores públicos o privados, que sólo puede denotar una asombrosa ausencia de carácter. A pesar de ello, o quizá debido a ello, Clinton es decididamente un presidente eficaz, así como un formidable propagandista. Pero aun así su reelección significaría que la cultura política de Estados Unidos ha variado sustancialmente, evolucionando quizá hacia un modelo latinoamericano menos severo, libre completamente de las hipocresías, rigideces y códigos morales del calvinismo.

Edward N. Luttwak es miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.

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