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El agua privada

Pronto nos acostumbraremos a ver él agua con otros ojos. El Consejo Mundial del Agua, con sede en Marsella, ha calculado que será preciso invertir 600.000 millones de dólares (unos 75 billones de pesetas) en los próximos diez años para suministrar agua potable a las megaciudades del tercer mundo y para depurar las aguas usadas en las grandes urbes desarrolladas.Una gran parte de esa tarea correrá a cargo de compañías privadas que cobrarán precios más altos. Joaquim Molins ya acaba de avisar sobre una posible subida del agua -¿de 70 pesetas a 150 el metro cúbico como en Cataluña? ¿A 300 pesetas como en otras naciones?- y las empresas privadas, especialmente las francesas, están tornando posiciones en varias de nuestras ciudades.

El agua fue socializada bajo el mandato del ministro Julián Campo hace unos años, en atención a las sequías, pero una cosa es el elemento en abstracto y otra su conducción, su control, su administración y saneamiento. En varias naciones del mundo, España, incluida, la Lyonnaise des Eáux y la General des Eaux han empezado a operar con altos resultados líquidos. La General opera en Puerto Rico, en Filadelfia e incluso en Adelaida, Australia. La Lyonnaise se ha implantado también en Macao, en Ros tock, Alemania y en Buenos Aires donde ha establecido el sistema de marcar con pintura los portales de quienes no se encuentran al corriente de los pagos. Cuando lo privado llega, hay más licencia para la explotación. Cuando la circulación de las aguas pasan a las corporaciones, el Estado empieza a lavarse las manos.

En Francia, donde la gestión del agua está privatizada, el precio del metro cúbico se ha doblado desde hace diez años en algunos municipios. Lo que parecía una materia prima natural se ha convertido, como el petróleo, en un bien manufacturado con su plusvalía. Los aumentos de coste se justifican en directrices de la Unión Europea que que obliga a instalar en todas las comunidades superiores a 2.000 habitantes una estación depuradora y a tratar a casi la totalidad de las aguas residuales antes del año 2.005 pero hay siempre algo más.

Las instalaciones, su administración y el poder que ello confiere a sus propietarios le coloca en absoluta ventaja para gobernar el suministro. De la calidad de lo que se beba y de lo que valga el sorbo y de que el grifo mane o no serán responsables las firmas como, al principio de los tiempos, los aguadores. Con una diferencia: Ahora se tratará de multinacionales que tienen ante sí mercados tan vastos como la ciudad de México o Lagos dónde millones de personas viven sin agua corriente. O Pekín que si actualmente trasporta el agua a la ciudad desde yacimientos situados a 200 kilómetros de la ciudad, pronto se verá obligada a conducirla desde 1.000 kilómetros de distancia. Todos estos mercados se han abierto, en los años noventa, a los capitales extranjeros.

Estados Unidos cuenta con 60.000 sociedades explotadoras de agua, Francia con tres gigantes que facturan anualmente entre los 500.000 millones y más del billón de pesetas anuales y las water companies inglesas se han incorporado desde la privatización que dictó Margaret Thatcher como uno de los rivales más feroces.

Según calculaba hace unas semanas Le Nouvel Observateur, el negocio del agua puede ser tan apetitoso al doblar el siglo XXI como puedan serlo la informática y las telecomunicaciones. Más de mil millones de habitantes en el mundo se encuentran en situación indigente: beben agua contaminada, soportan cortes frecuentes o deben comprar bombonas a un precio cien veces más alto del que pagamos como media en Europa. La mejora de sus condiciones, sin embargo, no dependerá ya de una idea comunitaria del agua sino de un concepto tan discriminador como el mercado a secas. Tendrán más agua bara beber o regar los que más dinero tengan y menos los miserables.

La colectividad, el bien común, se evapora, por todas partes. ¿Qué efecto más coherente -y apocalíptico- que se evapore la libertad del agua?

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