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Política exterior y derechos humanos

La prensa internacional ha puesto especial énfasis en el hecho de que la visita a Madrid del presidente del Gobierno chino, Jiang Zemin, haya coincidido con la cancelación del viaje a Pekín del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Klaus Kinkel, como rección fulminante a la resolución sobre el Tíbet del Parlamento alemán. Los alemanes se habrían equivocado, allí donde habría acertado la diplomacia española: el que quiera comerciar con los chinos -y ¿quien no va a querer penetrar en un mercado potencial de 1.400 millones de personas?- ha de ser muy prudente en todos los temas que se refieren a los derechos humanos, máxime cuando se ponen en relación con la política china -en verdad, nada presentable- en Tíbet. A este respecto, no cabe eludir dos cuestiones. ¿Cómo pudieron ser tan ingenuos los alemanes para creer que una resolución parlamentaria en defensa de los derechos humanos en Tíbet no tendría consecuencias? ¿Resulta tan evidente que acertaron los que no plantearon las preguntas desagradables que obviamente habría que haber hecho, si es que se toman en serio los derechos humanos?No hace falta ser un experto en el Extremo Oriente para saber que el Gobierno chino considera injerencia inadmisible cualquier planteamiento que haga referencia a una posible vulneración de los derechos humanos dentro de sus fronteras. La historia de las relaciones con las potencias occidentales en el último siglo y medio dan cuenta cabal de las razones de esta susceptibilidad. Vacunados con la guerra del opio (1840), los chinos no han olvidado -es un pueblo con memoria- lo que significó el que en 1865 el Reino Unido exigiese reformas modernizadoras. Nadie, sin embargo, en el Parlamento federal -en el Gobierno ni en la oposición- se planteó la posibilidad de una reacción china. Sin duda actuaron los viejos prejuicios de tratar a China como si todavía fuese un país subdesarrollado y dependiente. El debate no se hubiera producido si el Estado en cuestión hubiese sido un aliado como Francia -nada se dijo sobre las pruebas atómicas en el Pacífico o la potencia hegemónica: cuando Estados Unidos se salta los derechos humanos o el mero derecho intemacional- y los ejemplos son abundantes, el silencio es del tamaño del que hoy China exige para sus cuestiones internas. China es una gran potencia y quiere ser tratada como tal. De ahí que esté dispuesta a arriesgar mucho en las relaciones económicas con Alemania, desde luego muchísimo más que este país, tan supeditado a sus exportaciones, en la defensa de los derechos humanos de los tibetanos. Cuesta hacerse cargo de que en Bonn se cayera tan tarde en la cuenta de algo tan elemental. La opinión predominante en los medios alemanes es que la clase política se ha equivocado por completo, al tratar de congraciarse con los grupos sociales, en rápido crecimiento, que exigen solidaridad con los derechos de los pueblos más débiles, y tendrá que emplearse a fondo para que los cacharros rotos sean los menos y puedan recomponerse las relaciones lo antes posible. Se aspira a que el viaje en noviembre a China del presidente Herzog, todavía no se ha anulado, sirva de marco para la reconciliación.

¿Acaso es siempre un error mezclar los derechos humanos con la política exterior, como quieren los defensores de la Realpolitik? Al contrario, sólo cabe concebir un mundo medianamente estabilizado si se logra universalizar el respeto de los derechos humanos, y no sólo por una cuestión de principio, que también, sino como condición imprescindible de la paz internacional. Ahora bien, vincular los derechos humanos a las relaciones internacionales exige comenzar por eliminar la doble moral que hoy se practica, un patrón para los grandes y otro para los pequeños. China es una gran potencia y se comporta como tal, es decir, tiene la capacidad de imponer su soberanía, en el sentido fuerte de la palabra, summa potestas, que no admite limitación alguna. Hacer que el fuerte reconozca el derecho es la cuestión clave, y no sé si irresoluble, en las relaciones internacionales.

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