El Real que soñábamos
ELENA SALGADO MÉNDEZLa idea de una fundación para regir el Teatro Real trataba de dar estabilidad a una institución cultural que, en opinión de la autora, es esencial para su eficacia
"Sin la música, la vida sería un error". F. Nietzsche.
En julio de 1994, se hablé por primera vez de mí para la dirección de la aún inexistente Fundación del Teatro Lírico. Y hace ocho meses acepté el reto. Puede -visto lo visto- que estuviera equivocada, pero que la ministra de. Cultura de un Gobierno socialista y el presidente de la Comunidad de Madrid por el Partido Popular se pusieran de acuerdo en que la dirección del Teatro Real debía ser abordada desde criterios estrictos de gestión y al margen de los vaivenes electorales presagiaba, desde mi punto de vista, un nuevo estilo de entender la cultura y permitía entrever que, por. una vez y acaso sirviendo, de precedente, la maltrecha ópera iba a encontrar por fin en España el respaldo que se merece.
Me embarque, pues, en tal apuesta con la convicción de que las reglas del juego estaban claramente establecidas. No se trata, además, de unas reglas demasiado originales, sino que responden a las que desde hace años vienen imponiéndose en los países de nuestro entorno. Porque lo que en esos países tienen claro, como parecía que empezábamos a tenerlo nosotros, es que la estabilidad de las instituciones culturales es esencial para su eficacia. No fue casual que los impulsores de la iniciativa pensaran en una fundación para la gestión de nuestra lírica. Ni casual ni equivocado, a juzgar por la reciente decisión del Gobierno italiano en el sentido de que todos los teatros de ópera de aquel país se gestionen a través de fundaciones. Y ello en la medida en que, hoy por hoy, han demostrado ser la fórmula idónea para que la sociedad civil, con el apoyo de los poderes públicos, asuma la responsabilidad de gestionar la cultura sin que sus ritmos se vean alterados por las convocatorias electorales o los cambios en la Administración.
Mis objetivos eran ambiciosos, pero muy precisos. El primero, diseñar un proyecto viable económicamente y razonable desde el punto de vista de los contribuyentes. En efecto, hacer ópera es caro y la crisis por la que en estos momentos están pasando los más notables escenarios de la lírica mundial obedece a la perpetuación de modelos de gestión anquilosados cuyos gastos fijos absorben los presupuestos públicos de un modo desmedido. En el caso del Teatro Real este riesgo existía y, de hecho, los responsables ministeriales han llegado a barajar la cifra de diez mil millones de pesetas como presupuesto anual del proyecto. En cuatro meses, las cuentas que hemos presentado atestiguan que con dos mil seiscientos millones de pesetas, a repartir entre las dos administraciones, el proyecto es viable. El primer objetivo estaba, pues, cumplido.
El segundo que me propuse pasaba por ofrecer en el Teatro Real una programación que combinara de manera armónica los grandes títulos de la lírica universal con el rescate del repertorio menos conocido; la ópera española de todos los tiempos con las creaciones más contemporáneas; y todo ello a cargo de los mejores cantantes, de los más importantes directores de orquesta, de los más destacados escenógrafos. Contraté para que me ayudara en esta tarea a un director artístico, Stéphane Lissner, cuyo curriculum, cuyas capacidades y cuyo entusiasmo no han podido ser cuestionados seriamente. Y juntos establecimos una fecha de inauguración (el 18 de octubre de 1997), una obra para tal acontecimiento (Parsifal, de Wagner, interpreta da por Plácido Domingo y dirigida por Lorin Maazel), y una programación para los próximos tres años. Las dos primeras propuestas fueron aprobadas unánime mente por el patronato de la fundación, a través de su comisión ejecutiva. La programación quedó pendiente para una posterior reunión del patronato, reunión que se ha venido postergando con motivo de la formación del nuevo Gobierno; postergación, por cierto, que, de no remediarse de inmediato, amenaza con arrumbar definitivamente cualquier pretensión de que el Real funcione en las fechas previstas.
Como tal programación no ha sido aprobada y no me consta que lo vaya a ser, no puedo desvelar sus títulos ni sus fechas. Sí puedo, en cambio, revelar algunos de los nombres que ya habían comprometido su presencia en esta programación. Sin ánimo alguno de resultar exhaustiva, están en esa lista maestros como Maazel, Dohnanyi, Abbado y Barenboim; directores de escena como Dieter Dorn, Herbert Wernicke, Klaus Michael Grüber o Peter Brook; cantantes del renombre de Plácido Domingo, Alfredo Kraus, Teresa Berganza, Ruggiero Raimondi, Deborah Polaski, María Bayo o Robert Alagna. Hemos establecido contacto con coreógrafos o compañías de ballet como el Royal Ballet, Pina Bausch, William Forsythe o la Compañía Nacional de Danza. Hemos llegado a acuerdos de colaboración con instituciones como el Covent Garden, el Festival de Salzburgo, el Maggio Florentino, la Berlín Staatsoper o el Metropolitan Opera House de Nueva York. Y hemos concretado fechas para Divinas palabras, de Antón García Abril, y para el Don Quijote de Cristóbal Halffter. Si finalmente podremos o no ver esos nombres sobre el escenario del Real es asunto que n o me atrevo ya a profetizar.
Por fin, el tercer objetivo era convertir el Teatro Real en un centro vivo de la cultura madrileña. Que la ópera es un asunto del siglo XIX suelen pensarlo quienes lamentan que no vivamos en el siglo XIX. Nosotros, por el contrario, soñábamos con un Real que respondiera al reto de mostrar a los jóvenes que la ópera es una forma de expresión tan moderna como la que más; soñábamos con un Real abierto a la sociedad, dinamizador e integrado en una ciudad que necesita, por prestigio y por historia, contar con un gran teatro de ópera. Y estábamos trabajando para que así fuera a través de un proyecto cultural que pretendía convertir al Real en "algo más que un teatro de ópera". Es decir, en un espacio donde, a través de un taller permanente y de un buen número de actividades paralelas, los creadores españoles dispusieran de un lugar de encuentro en el que pudiera labrarse, sin sobresaltos, el futuro de nuestra lírica.
En éstas estábamos cuando los nuevos responsables del Ministerio de Educación y Cultura anunciaron urbi et orbe su intención de conseguir mi dimisión. Confieso que la noticia no me cogió desprevenida porque el talante y los modos que había percibido en los nuevos rectores de nuestra política cultural no me hacían presagiar nada bueno. Por fortuna, cuando el secretario de Estado de Cultura tuvo a bien pedírmela expresamente, parecían haber abandonado ya su inicial apuesta por una suerte de autarquía musical que el Partido Popular había apadrinado hasta entonces y asumían oficialmente mi propio proyecto. Lo cual no deja de resultar curioso, en esta historia llena de curiosidades, porque el proyecto, en su parte artística, siguen desconociéndolo.
Mi pecado, al parecer -una vez desdichos de su inicial esfuerzo por descalificar mi fugacísima gestión-, es que carezco de "confianza política" porque he colaborado con el anterior Gobierno socialista. Pecado, cuando menos, bien público y notorio, que no le impidió a Alberto Ruiz-Gallardón, miembro destacado de la Ejecutiva del Partido Popular, animarme a aceptar este puesto y manifestarse públicamente como entusiasta coproponente de mi candidatura.
Por dignidad institucional, sólo me cabía una actitud: remitirme al patronato de la fundación, que me eligió directora general por unanimidad hace tan sólo cinco meses y en el que se sientan personas tan poco sospechosas de adscripción partidista como Emilio Lledó, Alberto Zedda, Luis de Pablo, Isabel Penagos, Gregorio Marañón o José Luis Gómez, por citar sólo algunos de los más significados nombres de patronos, cuyo historial profesional les acredita para estar donde están y a los que nadie, cuando fueron nombrados, les preguntó por el sentido de su voto en las elecciones generales.
La ministra de Educación y Cultura afirma genéricamente que son más importantes los proyectos que las personas. Tal vez quiere olvidar que los proyectos están vinculados necesariamente a las personas que los diseñan y que, en todo caso, resulta difícil sustentarlos si no es sobre la base de un respeto escrupuloso a las reglas del juego y a las instituciones. Ignoro el final de este lamentabIe desatino, aunque todos los síntomas apuntan a que no será feliz. Se avecinan malos tiempos, y no sólo para la lírica. En la letra pequeña de nuestra historia, alguien parece dispuesto a escribir un nuevo renglón de intolerancia. El Real que soñábamos ha entrado en cuarentena. Y, quién sabe por cuánto tiempo, seguirá siendo solamente un sueño.Elena Salgado Méndez es directora de la Fundación del Teatro Lírico.
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