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Todo era insólito

Nunca dos elefantes habían salido por la puerta grande de Las Ventas. Pero nadie gritó ¡sacrilegio! Todo era insólito. La primera ovación de la noche no fue por una estocada, ni siquiera por un aria, sino por la llegada de José María Aznar, presidente del Gobierno, al coso taurino. También recibió la primera bronca que, como marca la tradición, fue iniciada por los del tendido 7 que, como se sabe, tienen derecho a protestar. Más cálida fue la acogida al príncipe Felipe minutos después. El primero, en fila 4 de zona vip. El segundo, en fila 27 de arena. Ambos lo quisieron así. Entre uno y otro la ministra de Cultura, Esperanza Aguirre, y otras muchas caras populares y conocidas. El alcalde de Madrid, José María Alvarez del Manzano, y el presidente de la Comunidad, Alberto Ruiz-Gallardón, en sus habituales palcos.El retraso de más de media hora sobre el horario previsto también fue abroncado por los del 7. Debía ser cosa de vibraciones porque quedaba claro que no era el mismo público que en las tardes de toros. Allí, y hasta en lo más alto de las andanadas, sólo' se veían trajes oscuros, corbatas discretas, telas nobles y look de estreno operístico exquisito. Poca gente joven, las excepciones iban acompañando a los generosos progenitores que soltaron entre 4.500 y 19.500 pesetas para acudir al acontecimiento. Nada de comida, menos aún bebida. Ni un solo puro, sólo el que en el descanso se fumaba Mohedano, fiel a la tradición. Un público definitivamente charmant.

En los alrededores de la arena, en ese largo corredor que circunvala la plaza de toros, el ambiente era muy distinto: camareros, azafatas, y la siempre entrañable señora Ana de los lavabos de Las Ventas, se movían como en un hormiguero trabajando sin cesar. Había que convertir en noche mágica lo que vivían las cerca de 17.000 personas que estaban dentro. La mayoría contentas. No se sabe si por asistir a la representación de una de las más bellas óperas de la historia o si por participar en un acontecimiento singular.

Entre los artistas, un Giuseppe Raffa cansado, casi exhausto, pero contento con el éxito, y centenares de figurantes conformes con haber sido participantes de un espectáculo inusual.

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