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Dios y la regla

Vicente Molina Foix

Un día del verano de 1991, enviado y pagado por EL PAÍS, estaba yo llamando a la puerta de la cartuja del Aula Dei, en las afueras de Zaragoza. El periódico había encargado a una serie de escritores un viaje por las distintas regiones de España y una crónica del mismo, y yo había elegido Aragón, por la que siento debilidad. Después de una larga noche en la capital, que pese a o por su ligazón mariana es una de las deliciosamente canallas de Europa, quería yo ver ese Goya secreto que los cartujos guardan entre sus muros desde fines del siglo XVIII y cuyo único día de visita, autorizada sólo a los hombres, coincidía con mi paso por la ciudad. Así que llamé, abrieron, entré y admiré uno de los, conjuntos más hermosos del maestro aragonés.Pero yo hacía el viaje en compañía de una amiga del alma que no pudo entrar en el corazón de la cartuja. La visita me costó su amistad, aunque he de aclarar que no por los frescos que ella se quedó sin disfrutar, sino a posteriori. Al escribir la crónica yo dije que mi amiga había amenizado su obligada espera en el coche: oyendo canciones de Héroes del Silencio, y ella, que es moderna, adulta y cosmopolita, no me perdonó la licencia poética (yo sólo quería rizar el rizo zaragozano); la cinta que escuchaba era de Simple Minds. Dos días después llegamos en el mismo viaje a otro punto del itinerario que yo me había marcado: Torreciudad, la ciudad babilónica fundada por el beato Escrivá de Balaguer cerca de su pueblo natal del Bajo Aragón. Allí, ella, que es friolera y llevaba falda larga y rebeca, no tuvo problemas, pero yo sí; mis pantalones cortos (cortos largos, he de aclarar, para que tampoco a mí me tomen ustedes por lo que no soy: no eran ceñidos ni de lycra, ni siquiera con rajas en los lados, sino amplios y hasta la rodilla) no cumplían las exigencias de decoro del Opus Dei. Me he acordado de mis experiencias entre el aula de Dios y la obra de Dios al ver estos días la movilización que las mujeres zaragozanas y algunas instituciones simpatizantes han organizado para pedir el fin de la discriminación ante los murales de Goya. ¿Un nuevo exponente de la cultura de la queja? Una muestra más, diría yo, del ridículo avance de la cultura de los "derechos inalienables", según la cual en estos tiempos de libertad e igualdad (la fraternidad se estila menos) nada tiene que estar vedado y todo permitido, abierto, transparente, nivelado. La cultura no tiene sexo, dicen las que protestan, añadiendo como argumento de peso que no es tolerable que una obra de arte restaurada con fondos públicos no pueda ser gozada por los contribuyentes hombres y mujeres. La cultura naturalmente que tiene sexo, como todo en esta vida: la política, la iglesia, la propiedad privada. ¿Protestan las personas que por limitación de aforo no pueden asistir a un concierto o una ópera subvencionada, los ciudadanos excluidos de un banquete de Estado que ellos sufragan, los turistas infieles que en un país árabe se quedan sin entrar en las partes sagradas de la mezquita? Generalment no, pero todo llegará. Una cosa es luchar por lo propio del ser humano, el derecho de acceso a la universidad, a la libre elección matrimonial, al salario unisex, y otra bastante distinta reclamar la libre entrada a los reductos que en forma de órdenes monacales, logias, iglesias, clubs universitarios o sociedades gastronómicas llevan siglos rigiéndose por unas normas estrictas y voluntarias que sólo a sus miembros afectan, por mucho que a los ajenos nos irriten. Naturalmente los clubs y las iglesias, como tantas otras instituciones, las han creado los hombres, y las mujeres harán muy bien en rebelarse -ya lo hacen- contra un monopolio de la invención de espacios reservados, sean éstos de placer, secreto o contemplación divina. Pero ¿es tan necesario vociferar ante el huerto cerrado de un monasterio que lleva casi 1.000 años de regla masculina? Las mujeres de hoy tienen sus gineceos, sus revistas, sus festivales de cine, y en la habitación propia que con tanto tesón se han construido no tiene por qué meter el hombre las narices.

Para entrar en Torreciudad aquel día de verano yo volví al coche y me cambié los shorts por unos pantalones largos, y años antes mi amigo Félix de Azúa, yendo con unos pantalones cortísimos y un niki, sobornó en mi presencia al sacristán mayor de la basílica de San Antonio en Padua -Italia ya era Italia- para que le prestara su sotana y así ver los relieves de Donatello. ¿Estoy aquí defendiendo el transvestismo? Aun no. Sólo el derecho a ser astutos en vez de mojigatos.

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