Un poder referido
Acaba de ponerse a la venta un breve libro sobre la crítica y los críticos. Sobre la mayoría de los críticos, sobre buena parte de la crítica. Vale para la taurina, la literaria, la musical, la artística. Son, tal vez, las páginas más brillantes y lúcidas que se hayan escrito al respecto en España. Resultan tan clarividentes que ni siquiera precisan aclaración o interpretación; son de tal excelencia que no reclaman crítico alguno para que las comente. Es más, es probable que los críticos, leyendo sus primeras e inamovibles líneas, salten despavoridos como gato del agua calda: "Al darnos cuenta, un día, de la naturalidad del arte, nos damos cuenta al mismo tiempo de la artificialidad y mentira de la crítica artística. Lo más patético del crítico de arte -de música, de poesía, de pintura- no es tanto que se equivoque y no entienda, sino que entiende de una cosa... que no comprende". Así comienza este vigoroso ensayo de Ramón Gaya, no tanto sobre la crítica (y menos aún contra la crítica), sino, una vez más, sobre el arte. Incluso así, de modo positivo, lo ha titulado Naturalidad del arte.
¿Por qué, pues, si los críticos son unos individuos que hablan de lo que no comprenden, de lo que no pueden comprender, tienen papel tan preponderante en esta sociedad?
No he conocido a ningún escritor, del tiempo o de antes, que no se haya sentido en alguna ocasión agraviado, escocido, menospreciado, preterido, ninguneado, desdeñado o atacado con furia incluso por algún crítico del gremio. Hasta el más laureado, hasta el egregio, incluso éste más que ningún otro, desgranará en un momento el rosario de los vejámenes de que ha sido objeto a lo largo de su vida, sin olvidar uno. Es absurdo, tal vez, pero es así, desde el premio Nobel con sus 100 volúmenes al postulante de la oscura provincia, autor de un librico de torpes versos.
Lo normal, cuando un escritor se siente vapuleado, es que componga la figura y trate de salir de la tarascada con andares toreros. Y sin embargo sabemos que está dolido, a veces herido verdaderamente, indefenso, incluso con el corazón partido e incubando en él la peor de las camadas, la del rencor.
¿Cómo es posible que una persona fuerte, y para escribir un libro hay que serlo, a veces mucho, cómo es posible, digo, que alguien firme y entero se quede inerme y a veces se venga abajo al leer una gacetilla en un periódico, una gacetilla que con toda seguridad se olvidará a los dos días, escrita casi siempre por alguien sin el menor talento, casi siempre vulgar? ¿Cómo la opinión de sus amigos, que seguramente tendrá en mucho, no le conforma ni sostiene, y en cambio la de un plumilla le hace tambalear?
Incluso en individualistas irredentos, en misántropos insolubles, ocurren así las cosas. Contaba Baroja que a él los críticos le daban lo mismo, que no leía una sola de sus reseñas y que todo eso era cosa cómica que no le importaba, pero eso debía de ser una fantasía del viejo don Pío, porque lo cierto es que les dedicó un tomo de sus memorias, donde le vemos al hombre ajustarle cuentas a éste o al otro, en detalles a veces pueriles.
Se ha dicho que los críticos suelen ser escritores frustrados. Quizá. Unos sí y otros no, supongo, aunque yo creo que el origen de su frustración, si es que la tienen, debe provenir no tanto de que no hayan podido ser escritores como de ver que todo lo que escriben está fatalmente condenado al olvido. Eso a una persona normal tiene que ponerle muy triste, me parece a mí, incluso furiosa. Asimismo, creo yo, ha de irritarla comprobar que también en la crítica, cuando se habla del pasado, los escritores vuelven a ganarles la partida una vez más. Si pensamos en la crítica literaria de este siglo recordamos el nombre de Azorín, o el de Juan Ramón, o el de Cernuda, o el de Cansinos, o el de Díez Canedo, o el de Ortega y Gasset. Los que hacían las gacetillas y las críticas "profesionales" de entonces se los ha llevado la trampa, así como a sus magníficos buñuelos.
Sin embargo, debe uno, aunque sólo sea por agradecimiento, ponerse alguna vez del lado de los críticos y tratar de comprenderlos.
Imaginemos un crítico que desarrolle su labor durante 40 años. Teniendo en cuenta que a veces aliñan dos críticas por semana, una operación corriente de multiplicación nos arroja la cifra escalofriante de casi 4.000 libros, 4.000 libros del momento de los que ha tenido que ocuparse. Y no tanto porque no puede haber en 40 años 4.000, libros buenos, sino porque en toda la historia de la humanidad probablemente no encontremos 4.000 libros de los que valga la pena decir algo. Así lo normal es que hasta las mejores cabezas se volteen y pierdan el sentido de la medida, y tal vez por eso la mayor parte de los críticos le teman tanto a publicar en libro sus propios escritos esos que van amontonando día a día. No sólo porque hayan perdido actualidad (que es un valor tonto), sino porque puestos todos juntos revelarían antes que sus virtudes, que sin duda podrían contener, el cúmulo demencial de defectos, la arbitrariedad, la insolvencia, la mala fe, los manejos e intrigas, la venalidad, las múltiples contradicciones, la ceguera, la insensibilidad, el estrabismo, o sea, todo aquello por lo cual la historia, que a veces suele ser justa, los va a enviar al infierno.
En lo que va de siglo, hasta el momento, me parece a mí, no ha habido nunca en España en la crítica literaria una figura destacada. Ha habido grandes estudiosos, historiadores competentes, ensayistas, pero críticos de periódico, no. Alguien a quien todos hayan reconocido su valía, ése, me parece, todavía no ha venido. Al revés, suele darse unanimidad en lo contrario: la idea de que los críticos más poderosos son los más ineptos está muy extendida y, en cierto modo, justificada. Sospechan que un crítico sin tribuna, como Sansón sin pelo, no es nada. Piensan: quitadle a éste, al otro, a aquél, las páginas del Abc; de EL PAÍS, de El Mundo, de La Vanguardia; desterradles a El Globo de Madroñera, a Las Prensas Manchegas, al Diario Astorgano, y el crítico se volatilizará. Mientras al escritor le bastan y le sobran unas cuartillas, un rincón y un poco de sosiego, el crítico precisa de una tribuna. Es posible un escritor sin crítico; un crítico sin escritor, nunca. Su poder es un poder referido, y un poder que ejerce de manera neurótica: ha llegado a creer que es tanto más cuanto más se le teme. De ahí que esa clase de crítica, a diferencia de otra que sin duda existe -entusiasta, bondadosa, comprensiva-, tenga en el miedo su única moneda de cambio.
Ese miedo, visto desde fuera,
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es en verdad, como pensaba Baroja, una cosa cómica y de risa, el coco con el que se asustaba a los chicos; pero está comprobado que es muy difícil tomárselo a chufla cuando el damnificado es uno mismo.
Es penoso asistir, en la literatura, a páginas patéticas en las que escritores tan firmes como Stendhal, Kafka, Proust, Leopardi, Cernuda, Juan Ramón, incluso Pessoa, se amilanan, se repliegan sobre sí mismos, desarmados, apesarados, sombríos, en cósmico desaliento ante unos particulares con los pies de barro. Uno creería que el escritor, tarde o temprano, terminará conociendo los antídotos de toda esa sinrazón, pero no. Al contrario, la vulnerabilidad emocional de los escritores yo creo que los críticos la conocen de sobra, y la administran convenientemente, con lo cual la cosa no parece que vaya a cambiar.
Uno, que no es Stendhal ni ninguno de los otros señores, lleva peor que cosa alguna esa mañana en la que espera una crítica a algún libro suyo. Cómo se acerca uno al quiosco, con qué afán, cuántos temores, qué absurdas esperanzas, qué humillantes esperas. A veces, allí mismo, busca la página. Y lo más extraño, aquello que aún terminará haciéndole más daño que la propia crítica, tanto si es a favor o en contra, será verse a sí mismo leyendo -con qué atención, con cuánta aplicación- unas palabras que destinadas a otro tendría por insignificantes, ya que la edad y la experiencia le han hecho darse cuenta de que lo penoso no es que ese crítico del que venimos hablando entienda de lo que no comprende, sino que normalmente habla de lo que ni siquiera entiende.
Andrés Trapiello es escritor.
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