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Religión o vitamina

Los del Partido Popular se están haciendo un lío con la religión. La religión no es ya lo que era. Es mucho más. Aprender doctrina de la Iglesia puede interesar a unos millones de habitantes pero aprender a encontrar una ayuda, psíquica o espiritual resulta cada vez más decisivo. Una sociedad, como la actual, donde el individuo se está maximizando hasta convertirlo en el responsable absoluto de sus actos es una sociedad que propicia el sentimiento de frustración y de desamparo. Prácticamente la totalidad de las instituciones de apoyo desde el Estado a la familia, desde la escuela hasta Dios, han entrado en quiebra y el regreso de la religión bajo diferentes formas es una reacción contra el sentimiento de indefensión que se padece en un espacio crecientemente competitivo y solitario. Los fracasos en la vida, que nunca faltan, se convierten en más que desengaños si el individuo se considera, como está ocurriendo, el primero o el único responsable de sus derrotas. El consumo de droga o los suicidios entre la juventud es resultado de esa calidad de desesperanza. Pero aun sin llegar a esos extremos o como umbral de algunos de ellos, la depresión ha pasado a ser la enfermedad más expansiva y significante de nuestra época. Su incidencia sobre la población occidental se ha multiplicado por diez entre la generación de los que ahora son abuelos, nacidos en los años veinte y la de sus hijos, nacidos en los cincuenta. En la última década los deprimidos se cuentan en una alta proporción sobre todo entre los adolescentes, además de entre las mujeres.Para investigadores de la depresión como Klerman, Weissman o Seligman este dato es el más significativo de la patología psíquica que deriva de un sistema mercantil en que apenas se aplican benevolencias al fracasado. El individuo se sienta abatido por circunstancias adversas ante las que raramente cuenta con un soporte moral. O con un argumento que le autorice a explicarlas como efecto de una exterioridad de la que no es culpable.

En las escuelas norteamericanas, bien advertidas de la dureza social con la que se enfrentarán sus alumnos, existe una ostensible preocupación por adiestrar a los chicos en la autoconfianza y en la autoestima, en la creencia en un poder superior que les impulsará a superarse y vencer las contrariedades. Cualquiera de estas instrucciones está impregnada del espíritu religioso tan americano pero también de lo que los psicólogos considerarían, simplemente, un reforzamiento del yo. La fe en Dios hace este papel a falta de un terapeuta. O los terapeutas hacen este papel de apuntalamiento a falta de Dios. En ocasiones, todos ellos juntos.

Si a la enseñanza de la religión en las escuelas se le ha de buscar una alternativa para quienes no la soliciten no es sólo la ética sino a la vez alguna formación que les alerte sobre el áspero régimen de la cancha social y sobre el peligro de encadenar pensamientos autodestructivos cuando las cosas se tuercen. Con ello se inculcaría, como sutilmente procura la religión, ideas optimistas sobre el porvenir y se fomentaría la capacidad para buscar asistencias en el interior de uno mismo.

La laicidad no puede ser equivalente a batallar a pelo. Siempre tendrán ventaja los que Ilevan consigo el abrigo de la fe. Los marxistas afirmaban que la religión era el opio del pueblo. Pensaban que la esperanza en el otro mundo inducía a no movilizarse para cambiar los males de este. Pero la religión es también la vitamina del pueblo. Gracias a ella o a sus equivalentes laicas el individuo puede recibir una instrumentación para no destruirse, recibir los reveses sin sumirse necesariamente en la mayor depresión y para recuperar con más celeridad su fuerza. Tal como están las cosas hoy en día, la ministra Esperanza Aguirre debería ser menos aguerrida o vetusta en defensa exclusiva de los católicos y mejor militante en defensa de la salud psicológica y moral de casi todos.

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