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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Un pasado de izquierdas

Antonio Muñoz Molina

Hay una novela instantánea de lo que está ocurriendo ahora mismo, una Comedia humana que se inventa y se escribe a sí misma y se deshace luego en olvido y en nada con la misma monótona fatalidad con que se alza y progresa y rompe y vuelve a levantarse una ola enfrente de la orilla. Hay una novela de las cosas diarias, de los acontecimientos privados y públicos, de los ascensos y caídas que están ocurriendo en estos últimos meses, glorificaciones obscenas y tragedias ínfimas, pavores de cesantes, soledades súbitas de quienes de pronto ya no existen, y no reciben invitaciones ni llamadas de teléfono. En esa novela que sucede sin que nadie la escriba lo más atrayente son los personajes nuevos, las caras ayer desconocidas a las que ya nos vamos habituando, pero que todavía nos extrañan. Durante más de una década hemos conocido un reparto de trepadores y advenedizos, de usurpadores honrados o tramposos que ambicionan el poder como un arma para cambiar el mundo o simplemente para forrarse o para comer gratis en los restaurantes de lujo, y ya casi no sabíamos cómo eran los poderosos de verdad, los ricos por su casa, los vástagos de las mejores familias, los nacidos y criados en una conciencia de dominación social que determina sus gestos, sus caras y hasta sus entonaciones de pronunciación con una exactitud de código genético. Ahora comprende uno que los socialistas, lo mismo los más cultivados que los más impresentables, tenían siempre como un aire de provisionalidad en sus cargos, una torpeza innata en el ejercicio de los rituales del poder. Los honrados austeros conservaban una distancia íntima hacia los despachos que ocupaban y hacia la docilidad o la abyección de quienes se aproximan a ellos: a los sinvergüenzas se les nota una glotonería sobresaltada de disfrute, una impaciencia de pillaje, de ostentación y soberbia, sin duda porque intuían que en cualquier momento iban a llegar para echarlos a la calle los titulares congénitos, de los despachos, de los consejos de administración y los coches oficiales.Durante años, hubo socialistas especializados en imitar los modales y las palabras de los ricos, en teorizar elogios de la libertad de mercado, de la iniciativa privada, del admirable modelo económico y cultural de Estados Unidos de la época de Reagan. Pasarán los años y la vida nos traerá desolaciones nuevas, pero yo no creo que olvide la gozosa proclamación de Carlos Solchaga, ministro socialista, según la cual España era el país en que uno podía hacerse rico más, rápidamente, o aquellas palabras de la hoy también ex ministra Cristina Alberdi, cuando interpretó las desigualdades de ingresos entre Luis Roldán y el común de los guardias civiles en términos de competitividad, de dinamismo económico: Luis Roldán, dijo la ministra, se arriesgaba, invertía audazmente su dinero; nadie tenía la culpa de que los guardias prefiriesen la seguridad mezquina de la paga mensual, el confort mediocre del funcionamiento.

Lo más patético de aquellos socialistas imitando a los ricos de verdad es que ahora se ha visto que nunca tuvieron la menor oportunidad de parecérseles. Los ricos son distintos, y no hace falta leer a Scott Fitzgerald para percibir la diferencia. Hay en sus modales una mezcla de discreción y falta de piedad, de altanería y grosería, que un usurpador con mala conciencia o un trepador ávido jamás podrán copiar de un modo convincente. Los ricos, los herederos y los parientes de los muy poderosos, de los que mandaron siempre de verdad, los jóvenes con titulaciones internacionales, convicciones católicas y relojes, de oro que ahora ocupan los despachos abandonados por los socialistas, parecen haber llegado de un país y de un tiempo que no son los que uno conoce, de un pasado inexistente.

Hay como una voluntad de asepsia en ellos, una manera sonriente de eludir la memoria sombría de la derecha española, las evidencias de desguaces sociales, marginación, ignorancia y pobreza que ha traído consigo en todas partes el capitalismo que ellos predican con entonaciones casi líricas de libertad personal e irreverencia hacia el Estado.

Los socialistas se crispaban enseguida, no lo podían remediar. Éstos de ahora sonríen con una paciencia de misioneros seglares, se declaran al margen de los maximalismos de las ideologías, se llaman a sí mismos gestores: si hay que recortar las pensiones, escatimar fondos a la enseñanza pública no es por animadversión hacia los pobres, sino por simple eficacia apolítica. En un reportaje en papel cuché de este periódico, una señora joven, saludable, que se sienta en el suelo de su nuevo despacho o cruza las piernas encima de la mesa, como para sugerir que se puede ser de derechas y al mismo tiempo informal, se declara superpartidaria de la justicia social, y se reconoce no sin cierta indulgencia un pasado juvenil de izquierdas: o no se tiene ninguna clase de pasado -nadie llevó camisa azul y gomina en el pelo, nadie levantó el brazo en la plaza de Oriente o en el Valle de los Caídos- o se recuerda un lejano izquierdismo idealista, pues quién, que tenga corazón, no ha sido un poco revolucionario a los veinte años, etcétera.

En las novelas de trepadores sociales se ve siempre al final que el héroe advenedizo nunca tuvo la menor posibilidad de triunfar, que lo toleraron o lo usaron para arrojarlo después y olvidarse de su existencia con ese don particular de los ricos para no ver los bordes desagradables de la realidad. Al final de El gran Gatsby, cuando el héroe ha sido asesinado y olvidado, los ricos de verdad, la pareja resplandeciente de Tom y Daisy Ruchanan, sonríen como intocados por el infortunio, ajenos a toda oscuridad o desastre, como sonríen ahora los gestores jóvenes que no tienen ideología ni pasado cuando aseguran que el mejor camino hacia la prosperidad es el despido libre y el desmantelamiento de las anticuadas solidaridades públicas. Viéndolos sonreír uno comprende que a la hora de la verdad nunca cuentan los méritos de los advenedizos: los socialistas, que se empeñaron en tantas parodias, jamás lograron imitar esa sonrisa, que está siempre limpia de remordimiento y llena de dinero, como la de la Daisy díscola de Gatsby.

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