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DESAPARECE UN POETA DEL PENSAMIENTO

El hombre que amaba la palabra

Una de las obras más difundidas de José María Valverde, Vida y muerte de las ideas. Pequeña historia del pensamiento occidental, termina con un paráfrasis del inicio del Evangelio de san Juan: "En el final, es la palabra". La palabra, el lenguaje, fue la obsesión de casi toda su vida. Ya de joven, cuando en el Madrid de posguerra era conocido, además, por el seudónimo de Gambrinus, José María Valverde se admiraba de la capacidad creativa, transformadora, del lenguaje. Hasta el punto de dedicarse durante un buen tiempo a elaborar una tesis doctoral al respecto, so pretexto de hablar de Humboldt.En los últimos tiempos, esta obsesión fue creciendo, sin llegar nunca a confundirle. Al contrario que algunos epígonos de los filósofos analíticos, que han llegado a creer seriamente que sólo existe el lenguaje, Valverde sabía que éste era instrumento para hablar del mundo; de un mundo muy concreto en el que a poco que uno no cierre los ojos se da cuenta de que está poblado hombres y que unos son pobres y otros ricos, cuyos intereses no siempre resultan coincidentes. Y Valverde se vio compelido a tomar partido. Así lo dejó escrito: "Estar del lado de la palabra es estar del lado de los pobres, de lo pobre, de lo concreto y lo de todos, y es estar contra el despotismo de arriba".

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El primero de mayo, Valvede acostumbraba a acudir a la cita sindical y a pasearse por Barcelona en un gesto solidario y universal. Una solidaridad practicada ahora y antes, cuando era más difícil porque las con secuencias resultaban inmediatas. Así fue, por ejemplo, en 1965, cuando dimitió de la cátedra de Estética de la Universidad de Barcelona (ganada nueve años antes) en protesta por la separación sufrida por José Luis Aranguren, Agustín García Calvo, de la Universidad de Madrid, y por Enrique Tierno Galván, de la de Salamanca. Valverde lanzó su desafío, a la dictadura, se quedó solo en su gesto y se vio obligado a una larga y pesarosa travesía del desierto que le lleva a la docencia en universidades americanas -son los años en los que acoge un tiempo en su casa, entre otros, a Javier Solana- y a mil trabajos editoriales. Un editor le ofrecerá cobijo y salario constante: José Manuel Lara. Entre los dos había una relación de aprecio notable. "Yo estoy seguro de que sólo se lee el 20% de los libros que se publican", le comentó una vez Valverde al editor. Lara, incrédulo, le respondió, afectuosamente: "¿Tantos? Es usted un exagerado".

En 1977, el Estado aceptó una de las cosas de las que Valverde, machadiano impetitente, convencido de que no hay verdades eternas, estaba orgulloso: reconocer que incluso el BOE se equivoca. Modificó un decreto de 1965 y retornó a Valverde su cátedra, al tiempo que hacía lo propio con Aranguren, García Calvo y Tierno Galván.

Buena parte de las historias del pensamiento en la España contemporánea omiten a Valverde o le dedican un espacio más que mínimo. Se debe, fundamentalmente, a que están escritas por universitarios que creen que el mundo se acaba más allá de los muros de la Universidad. Valverde no estaba dentro, luego no existía como pensador, aun que se cuele por la vía de las notas a pie de página, mostrando que la potencia y calidad de sus textos no podían ser obviadas ni si quiera desde la absoluta cortedad de miras. No es el caso citar ahora a quienes le ignora ron, Porque ellos pasarán. De José María Valverde, en cambio, nos quedará para siempre lo que él tanto quería: la palabra.

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