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Tribuna:TRAVESÍAS ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Todo el arte es lo mismo

Antonio Muñoz Molina

Sin duda una de las tiranías más difíciles de vencer es la tiranía invisible de esa voz que dentro de cada uno de nosotros nos dicta lo que nos debe gustar. Es una voz más bien secreta, aunque no tiene nada de personal: es la voz de la conciencia, de una conciencia obediente, llena de astucia, inapelable en sus intimidaciones, la voz de la parte más gregaria y cobarde de lo que somos, más ávida de agradar, de mostrar a personas que en gran medida no nos importa que estemos en la onda, que somos inocentes del pecado imperdonable de no acatar con docilidad fervorosa lo que se lleva. La voz muchas veces nos da órdenes sin que nos demos cuenta. Creemos sinceramente estar disfrutando de algo, y de lo único que estamos disfrutando de verdad es de la abyecta complacencia en lo que otros han decidido que debe gustamos.En literatura parece que esa miserable voz interior es menos imperiosa, porque leer, a pesar de todo, sigue siendo una actividad solitaria, incluso un tanto antisocial. Las secciones de literatura de los periódicos tienden a parecerse cada día más a las de moda indumentaria, y la información sobre libros se va reduciendo a una cosa muy semejante a Los cuarenta principales, pero todavía quedan lectores que se dejan llevar por el soberano y sagrado gusto de leer, individuos huraños que no toleran intermediarios ni vendedores a domicilio en su trato personal con los libros. Donde yo creo que el daño de esa voz ha sido prácticamente irreparable es en las artes plásticas y en la música. Yo me he pasado una parte de la vida acatando músicas que en el fondo de mi corazón no me gustaban nada, o rechazando y negándome a escuchar otras que podían haberme complacido mucho, pero que por algún motivo era obligatorio despreciar. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años lo que a mí me gustaba de verdad eran los Beatles, los Doors y los Animals, pero llegó a la conciencia de cada uno la consigna de que debía gustar el rock sinfónico o aquellas bobadas pseudomedievales con flautas de Jethro Tull y no hubo más remedio que tumbarse durante horas letárgicas a escuchar aquellos solos interminables de guitarras, aquellas ampulosidades orquestales y psicodélicas, que eran una plasta entre oriental y metafísica, con todo el abotargamiento de la gandulería hippy y de los cuelgues de hachis.

En algún momento se decidió que debía gustar el flamenco, y como las clases intelectuales no pueden celebrar nada si previamente no le adhieren alguna etiqueta clasificatoria, se decidió también que el flamenco era una forma de rebeldía y denuncia social. Durante un tiempo, tal vez un par de años, un cantaor tan burdo y voluntarioso como Manuel Gerena se convirtió en héroe de las aulas magnas de las facultades. La intelectualidad es ferviente, pero olvidadiza, y el flamenco desapareció tan rápidamente como habían llegado, igual que desaparecieron sin dejar rastro los discos de Pink Floyd, los de Víctor Jara y los de Quilapayún, los libros y los posters de Miguel Hernández, las patillas largas y los pantalones de campana.

De pronto había que emocinarse obligatoriamente con otrcosas: la voz asidua murmuraba ahora en el oído que era urgente disfrutar del jazz. Después de haber intentado infructuosamente el arte de las palmas flamencas de haber entornado los ojos con el adecuado desfallecimiento en una canción eterna de Pink Floyd, de haber aprendido y o olvidado las sutilezas de las flauta incas, ahora había que aprender el truco supremo de los expertos de jazz, el movimiento afirmativo y continuo de la cabeza, los golpecitos con el pie para indicar que se estaba poseído por el puro embrujo del swing... Había personas que decidían especializarse en una sola afición, fuese en el jazz, o en la ópera, o en el heavy metal, o en ese camelo de las músicas frías y repetitivas que se llevó tanto hacia el final de los ochenta. Pero también había y hay desdichados que no soportan no ser entendidos en todo, y que llevan vidas extenuadoras y angustiosas, disfrutando obligatoriamente de cualquier acontecimiento musical que sea de precepto, saltando de Wagner y Maria Callas a Rosario, de Smashing Pumpkins a Ketama aterrados ante la posibilidad de no enterarse de lo último, de perder reflejos y ser atrapados. en el flagrante delirio de seguir entusiasmándose con una súbita antigualla.

Tal vez no haya más aprendizaje verdadero que el de la libertad del propio gusto, que tiene algo en el fondo de simple, honradez con uno mismo: esa modesta rebelión contra la voz secreta de lo obligatorio, que nos convierte en ventrílocuo inconscientes de los designios de otros. Una vez vi al gran Antonio Molina escuchar con atención respetuosa y gradualmente conmovida al saxofonista americano Abdu Salim. Al final me dijo: "Todo el arte es lo mismo". Yo escucho estos días un disco prodigioso de la cantaora Carmen Linares, que tiene toda la austera sabiduría y la entereza arcaica de los cantes y los toques flamencos, la pureza absoluta de lo más despojado, la voz, la guitarra y las palmas, y pienso en la orgullosa rareza de esa mujer que canta como a espaldas del mercado y del tiempo y en todo el trabajo que me ha ido costando escuchar música sin los chantajes interiores de la moda. Todo el arte es lo mismo, si está hecho con inteligencia y el corazón y se disfruta con ellos, y a ser posible a solas, aunque se encuentre uno en medio de una multitud. Yo escucho estos días con la misma afición a Mozart, Cole Porter, a Federico Chueca, a Sarah Vaughan, a Charlie Parker, a Carmen Linares, que canta a cuerpo limpio, como si la moda no existiera, como si ella estuviera sola en el mundo, sin más compañía para su voz que la guitarra y las palmas. No creo que haya ahora mismo en la música española nada más moderno que esa manera inmemorial de cantar.

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