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África, violenta y desconocida

José María Ridao

La imagen del continente africano que se ha ido forjando Europa desde los primeros descubrimientos portugueses ha estado marcada por tópicos y lugares comunes que, contrariamente a lo que cabría suponer, el paso del tiempo y el incremento de los intercambios parecen haber consolidado. Durante más de quinientos años de azarosa relación, África no ha gozado siquiera del privilegio de haber llegado a ser el otro, un personaje cuyos rasgos constituyen la negación de los nuestros, alguien de quien se recela porque nos desmiente. A diferencia del mundo islámico, África se ha instalado en el limbo de lo desconocido. Un limbo al que, ya en este siglo, se ha accedido tanto a través del exotismo superficial de las grandes producciones cinematográficas o de las agencias de viajes como, sobre todo, a través del charity business, sea en su versión evangélica y misionera o en la modalidad tecnocrática de la cooperación internacional.Si en las últimas décadas el islam se ha convertido en el destinatario de la agresividad occidental, el continente africano ha encarnado el anhelo roussoniano de ingenuidad y de pureza. Basta echar una mirada a los términos que se han empleado para denominar a dos de las más conocidas misiones militares de las Naciones Unidas para comprender el diferente papel que la perspectiva eurocéntrica ha asignado a estas dos regiones del planeta. Mientras que la operación para restablecer la frontera kuwaití con Irak recibió el nombre de Tormenta del Desierto, un título con evidentes resonancias guerreras, el envío de cascos azules a Somalia se colocó bajo el rótulo de Devolver la Esperanza. En este caso, las fuerzas internacionales no pretendían desalojar al invasor, sino que buscaban restituir al indígena en la placidez de su mundo original. Lamentablemente, los seguidores del general Aidid vinieron a complicar las cosas al convertir una cruzada celeste en un bárbaro ajuste de cuentas. A resultas del fracaso de la operación, el mito del buen salvaje empezó a morir en Somalia. Pero como el cadáver del poema de Vallejo, siguió, sigue y, por desgracia, parece que seguirá muriendo en Ruanda, Liberia y tantos otros territorios.

Referido al continente africano, el final de la guerra fría ha dado lugar a un hecho paradójico, y es que una región que nunca logró desembarazarse de una situación marginal en los momentos más críticos del enfrentamiento bipolar haya pasado a constituir uno de los desafíos más centrales del nuevo, orden internacional que se intuía tras el colapso de la Unión. Soviética. La multiplicación de focos de violencia de uno a otro lado del continente hace pensar que más allá de las razones estrictamente locales de cada conflicto, tiene por fuerza que existir una causa general, una explicación única que gravitaría sobre las matanzas interétnicas como un sucedáneo de lógica en medio de tanta sinrazón. Y, en efecto, quizá exista ese motivo último, y es muy probable, incluso, que esté relacionado con el colonialismo. Lo que, con toda seguridad, no ayudará a la causa de la paz en África es que Europa se subrogue en la responsabilidad de los tiranos y de sus hordas sanguinarias, que después de cada nueva matanza se considere que los verdugos capaces de exhibir con orgullo sus inverosímiles trofeos de muerte -cabezas cortadas o miembros mutilados- son a su vez víctimas de la colonización y no autores sin excusa de sus actos.

Frente a un análisis de estas características -que más allá de proporcionar cierta coartada a los asesinos no aporta más que una luz limitada sobre lo que sucede en África- parece llegado el momento de pensar el problema desde otros presupuestos. Las consecuencias de la colonización existen, pero quizá se dejen hoy sentir más en el plano institucional que en el de la escasez de recursos producida por el expolio de los colonizadores. A este respecto, es preciso tomar en consideración la insólita contradicción en que se ven envueltos desde el principio los movimientos nacionalistas africanos, quienes se alzan en su día contra las respectivas metrópolis no para recuperar las estructuras políticas previas a la colonización, sino para adaptar las del invasor. El resultado de este sincretismo forzado no ha sido otro que la coexistencia, aberrante la mayor parte de las veces, entre una fórmula estatal escasamente consolidada y unas realidades familiares o tribales difícilmente compatibles con las jerarquías administrativas. De este modo, los Estados africanos no han existido frecuentemente más que hacia el exterior, mientras que hacia el interior seguían vigentes esas estructuras étnicas que ahora irrumpen, a sangre y. fuego, en las primeras páginas de todos los periódicos y noticiarios.

Sobre esta realidad políticamente dual, la guerra fría supuso un andamiaje de coyuntura, en la medida en que ambas superpotencias prestaron una atención preferente a la dimensión externa de los Estados africanos, dando ocasión a que los desequilibrios internos, de raíz puramente tribal y favorecidos por los privilegios que ofrecían el control del nuevo aparato administrativo, fermentaran en la sombra durante casi cuatro décadas.

Por una parte, la idea de que el Estado socialista serviría de motor para la modernización de las nuevas naciones, tal como defendían los estrategas soviéticos, pareció chocar con un obstáculo tan evidente como insalvable: la ausencia de gestores públicos experimentados, unida a la vocación totalizadora del Estado socialista, acabó produciendo el colapso de unas incipientes estructuras administrativas que hubieran podido amortiguar, en su caso, las tensiones tribales. Por otra, la política norteamericana se limitó a interpretar la realidad africana en términos bipolares, perdiendo de vista que el marxismo es una utopía europea y que, por tanto, la opción socialista representaba en muchos casos una vía de occidentalización frente al caudillismo tribal, propiamente africano, que acabó recibiendo el apoyo de Washington.

Desaparecida la simplificación del discurso bipolar, la tensión contenida en la fachada hueca de los Estados africanos y el potencial bélico acumulado por las tribus y clanes que han monopolizado su control no podía dar un resultado muy diferente del que se contempla hoy. La solución no es fácil, y, con toda probabilidad, la causa de la paz en África habría recorrido ya un largo camino si en lugar de recurrir a análisis sin contrastar y recetas simples se reconociera así. Más que a través de un movimiento humanitario sin precedentes o de la formulación de ambiciosos programas de cooperación cuyos resultados globales en el continente han sido hasta ahora dudosos, la solución de los problemas de África pasaría antes que nada por reconocer nuestra ignorancia y la precariedad de nuestros instrumentos de análisis. Edward Said estableció hace años la vinculación que existe entre el orientalismo europeo y la penetración colonial en los territorios del islam. Más de un siglo ha transcurrido ya desde la Conferencia de Berlín, y ninguna disciplina equivalente al orientalismo ha venido a ocuparse de África. Quizá esta carencia nos ha llevado al punto en el que estamos. Lo grave, con todo, sería que, al amparo de las mejores intenciones, amenazara con hacernos seguir dando palos de ciego.

José María Ridao es miembro del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE y trabajó varios años como diplomático en Angola y Guinea Ecuatorial.

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