Virginia Woolf detestaba el marisco
Ahora un montón de gente puede decir que estuvo en los toros con Gabriel García Márquez, este canario fugitivo cuyo apellido recaló en Colombia. Algunos avisados dirán que compartió en Madrid número de habitación con su amigo Augusto Monterroso -aunque en hoteles separados: García Márquez en el hotel de Ava Gardner y Monterroso en el hotel de Cortázar-. Mucha gente sabe ya que el autor de Noticia de un secuestro procura no viajar en avión y escribe con una rosa amarilla sobre la mesa de madera limpia. Una foto que dio la vuelta al mundo le sitúa sosteniéndose la cabeza delante de una máquina de escribir; a los fetichistas de la cita les fascina decir que escribe descalzo, y es que en esa foto estaba descalzo, quizá porque tenía calor, pero no es seguro que Gabo escriba con los pies desnudos, como Aquiles.Pero se puede decir, y nadie -va a refutar el recuerdo diciendo que se le ha visto también escribir en zapatillas, como Pío Baroja. ¿Qué más da? Es muy útil saber cosas de los famosos, para poderlas contar en las sobremesas. Sabiendo que a Virginia Woolf no le gustaba el marisco se pueden llenar varios intervalos de tazas de café. Recordando que Scott Fitzgerald coleccionaba espejos retrovisores se puede llenar el vacío que siempre crea el camarero cuando va y viene con las copas equivocadas. A Cortázar, por ejemplo, le gustaban los puros chiquitos, y a Anthony Burgess también, pero los del autor de La naranja mecánica debían proceder de una caja robada. Lo bueno del anecdotario es que no importa que sea apócrifo. Es notorio que John Dos Passos coleccionaba animales perezosos de color gris, y que tenía la casa llena de bastoncillos para limpiar los oídos. Más rara era la predilección del Nobel africano Wole Soyinka, que tenía entre sus fetiches de agua crías de cocodrilos.
Al reciente premio Príncipe de Asturias de Ciencas Sociales, el británico John H. Elliott, le encanta coleccionar manteles de corcho, y tiene cientos en su hermosa y tranquila casa de Oxford. Este último dato daría para un largo artículo sobre las manías de los hispanistas: Hugh Thomas, por ejemplo, no soporta las camisas recientes, al contrario que Elliott, que es muy impoluto; el autor. de La guerra civil española sólo puede ir con camisas bien usadas, recosidas como las recosían la madre de Gabriel García Márquez y la madre de Juan Carlos Onetti. Este último no podía ver delante suyo libros nuevos, así que su esposa debía leerlos primero, sobarlos bien, para que luego él pudiera acometer su lectura. Y de nuevo los hispanistas: Paul Preston se hace llevar el aceite de oliva de Granada para desayunar en Londres.
Es interminable la lista de manías, y nadie puede verificarlas. ¿De todas ésas que acabamos de enumerar cuáles son verdaderas y cuáles son falsas? La más verdadera es que Hemingway escribía de pie porque tenía almorranas. Virginia Woolf detestaba el marisco. Eso está escrito en las memorias de Gerald Brenan, que no tenía manías especiales y se fijaba mucho en las manías de los otros. Si no existieran las leyendas sobre los escritores habría que inventarlas. Dice Fernando Savater -¿o fue Umberto Eco?- que todo lo dijo Oscar Wilde. Scott Fiztgerald escribió que uno puede acariciar con las palabras. ¿Y si dijéramos que eso lo escribió Nabokov? ¿Quién iría a buscar a la biblioteca de la pedantería la cita exacta, el lugar verdadero donde eso se dice? Nabokov decía, por cierto, que cada una de las letras del alfabeto tenía un olor, un sabor y una apariencia. ¿Y no fue Rimbaud quien dijo semejante cosa? Rilke odiaba los toros, pero conservaba la entrada de la primera vez que vio una corrida en Ronda. Ortega y Gasset no soportaba el olor corporal, mientras que Miguel de Unamuno tomaba el sol desnudo en la casa de su exilio, en Fuerteventura.
Hay mucha gente que en las reuniones sociales se muere por una cita. Como ya todo es tan mediático, además, todo el mundo sabe las vergüenzas y los hábitos de todo el mundo; a no ser que uno rebusque en las biografías de Albert Camus, sería muy dificil saber por qué no soportaba los polvos de talco. Pero si Camus viviera ahora saldría en algún programa de televisión explicando precisamente esa manía suya. En el siglo del Internet se sabe todo, pero siempre quedan zonas secretas en las que uno puede incurrir con la seguridad de los pedantes. ¿Qué importa que alguien diserte con la apostura de los sabios si uno tiene escondida en la manga su propia carta? ¿Cómo puede alguien seguir hablando de Virgina Woolf si desconoce que odiaba el marisco?
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