Mínimo, pero máximo
De la veintena de películas que componen la obra del cineasta finlandés Aki Kaurismaki, sólo dos, que yo recuerde, se han estrenado en España: La muchacha de las cerillas y Yo contraté a un asesino, realizadas respectivamente en 1989 y 1990. Son dos muestras magistrales, bellísimas e intensas de la enorme singularidad, la pureza y la asombrosa eficacia de su estilo, que ahora, en A lo lejos se ven nubes, vuelve a reaparecer no sólo intacto, sino incluso acentuadas sus acusadísimas peculiaridades por un esfuerzo de decantación aún mayor, que indica la plena madurez de este cineasta fuera de toda norma.No tiene esta nueva película del líder de la llamada corriente minimalista el gancho argumental de las dos antes citadas, pero esto, no es relevante en su caso, pues el que Kaurismaki hace no es un cine que busque grandes audiencias, sino que va directamente al corazón de los islotes de esas pequeñas grandes minorías que componen los enamorados del mantenimiento de la pureza del lenguaje que inventaron los genios creadores fundadores de este arte.
El minimalismo es nada más, y nada menos, que eso: el retorno a la economía expresiva del cine primordial. Un retorno que ya levantó Jean Renoir en los años cincuenta, al final de su vida, en sus llamadas -aterrado por las consecuencias de la era audiovisual, que intuyó antes que nadie- a recuperar la esencia del cine primordial, como forma de contrapesar la vaciedad de la retórica de la imagen por la imagen, que ahora hace estragos con sus, humillantes para las miradas libres, secuelas de seudocine de la modernez.
Kaurismaki es, por ello, formalmente un clásico vocacional. Pero esto no le impide su total entrega estética y moral a su tiempo, a este tiempo, que en A lo lejos se ven nubes sigue indagando con pasión y a fondo, de espaldas a las modas, con desprecio por lo efímero y logrando lo máximo con lo mínimo.
Babelia
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