Bertolucci sigue ocultando en su úItimo filme superficialidad bajo su habitual brillantez
Magnífica película del finlandés Kaurismaki y deleznable caramelo del belga Dormael
ENVIADO ESPECIALCannes 96 sigue vivo. Ayer hubo tres películas en concurso, aunque la presencia de El octavo día, de Jaco van Dormael, carece de sentido en un festival de la altura de éste. Pero quizá la variedad se beneficie con una tarta tan deleznable, que sirve de respiro de idiotez entre tanto cine inteligente. La segunda fue la finlandesa A lo lejos se ven nubes,nuevo ejercicio de tiralíneas de Aki Kaurismaki, una joya minimalista en toda la regla. Y la bomba del día, que se quedó en petardo: Belleza robada, un globo hinchado por el celebérrimo Bertolucci. Premio irremediable.
Bernardo Bertolucci sigue metido en un proceso de desinflamiento que viene de muy atrás, de los gatos disfrazados de liebre con que este prestidigitador de imágenes vende su patente de genio del cine moderno. Entre 1962 y 1970, Bertolucci hizo cinco películas en curva de ascenso, de las que tres (Antes de la revolución, La estrategia de la araña y El conformista) tienen vigor, frescura, desenvoltura, mucho ingenio visual y algunos rasgos de la herencia de Roberto Rosellini mezclada con inclinaciones a lo solemne, a lo ornamental y, para entendernos, a lo que en su tiempo representaba Luchino Visconti. La revisión de este tramo inicial de la obra del cineasta italiano hoy no decepciona, se mantiene.Entre 1972 y 1976 (hace ahora dos décadas), Bernardo Bertolucci alcanzó la zona cumbre de su carrera, que le valió la celebridad mundial con El último tango en París y Novecento. Pero en estas dos obras con lugar propio en el equipaje fundacional del cine de ahora, ya asoman esos gatos disfrazados de liebre a que aludimos, pues tanto en una como en otra, junto a momentos de fortísima identidad, auténticamente conmovedores, no es difícil descubrir no unas pocas, sino muchas caídas en picado hacia la marrullería y la superficialidad.
Brillantina visual
Eso sí, una superficialidad magistralmente disfrazada bajo la capa de brillantina visual que, si se saca el bisturí destripapantallas, brota a chorros de los largos 15 años que van de aquel globo redondo titulado La luna (1981), a la tomadura de pelo de Pequeño Buda (1993), pasando por La tragedia de un hombre ridículo (la menos ridícula de todas), El último emperador (que envejece, como sus nueve oxidados oscars, siglos cada año) y El cielo protector (gatillazo que no puede envejecer porque, como suele ocurrirle a los abortos, nació muerto).Este cronista, que siempre estuvo algo mosca ante el misterio de que en El último tango -película llena de cine corriente- hubiese dos escenas con cine estremecedor e incontestablemente genial, tuvo acceso -hace de esto muchos años, recién estrenado aquel contrasentido- al testimonio de una sombra participante en el rodaje del célebre filme. Ya olía a chamusquina que esas dos portentosas escenas gravitaran enteramente sobre dos soliloquios de Marlon Brando. Pues bien, tras aquel susurro al oído de un periodista, el tufo a gato se convirtió en pestazo a león: todo le indicó que ambas escenas fueron en su mayor parte obra estrictamente personal de Brando, que memorizó textos propios e incluso sugirió encuadres, angulaciones y tempos. Vista ahora una película como ésa -en la que todo ha encogido, salvo esas escenas, que siguen creciendo- lo susurrado entonces parece verídico incluso aunque sea incierto, porque es el actor y sólo el actor quien sostiene lo que la película tiene de perdurable, de triunfo sobre el tiempo.
Irons y Tyler
Y ahí se entra a mi juicio en la verdad de esta Belleza robada ayer en Cannes. Todo es en ella artificioso, hueco, falso y mediocre, salvo los aproximadamente 15 minutos que duran los tres inolvidables tú a tú de la bellísima muchacha y maravillosa actriz Liv Tyler y ese Brando flaco y británico que conocemos como Jeremy Irons. Un dúo de cristal de roca incrustado en dos horas de plástico. Y, ante tan sorprendente y desquiciada desarmonía interior de Belleza robada, retorna a la memoria aquel viejo mosqueo y, qué remedio, uno se rasca las pupilas a la salida de la Gran Sala Lumiére y vuelve como hace 24 años a sospechar, por si acaso, que a sus espaldas queda flotando, en la oquedad de la pantalla vacía, un extraño, indefinible y agrio olor a gato, a tango.
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