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FERIA DE SAN ISIDRO

Una cata de toreo bueno

Los paladares de la afición se pusieron golosos con el buen toreo. No es que hubiera mucho -más bien fue poco, apenas una cata-, pero en estos tiempos que corren, ver torear, siquiera sea fugazmente, constituye una especie de bendición divina.Ver torear... Pegar pases es una cosa, interpretar el toreo otra. Son sensaciones distintas. Pegando pases se pueden pasar horas los pegapasistas (es decir, todo el mundo en la tauromaquia contemporánea) y cuando acaban resulta que nos han dejado en ayunas. Un torero,. en cambio, se pone a torear y apenas esboza tres lances a uno le parece que se ha comido una paella.

Luguillano ofreció una cata de 2qese toreo sabroso y Pepín Jiménez también, mientras Fernando Cepeda, que es un artista reconocido, tuvo al público todo la tarde en vilo: amagaba y no daba. Lo de Fernando Cepeda llegó a causar seria irritación. Es como si al hambriento le enseñan un solomillo y al ir a cogerlo se lo escamotean.

Bohórquez / Jiménez, Cepeda, Luguillano

Toros de Fermín Bohórquez (uno rechazado en el reconocimiento, otro devuelto por inválido), bien presentados excepto 5º, flojos, manejables. De Criado Holgado: 2º devuelto por inválido; primer sobrero en su sustitución, manejable; 4º segundo sobrero, de poder y manso; ambos con trapío y romana.Pepín Jiménez: bajonazo (aplausos y salida al tercio); estocada corta trasera descaradamente baja y dos descabellos (silencio). Fernando Cepeda: espadazo al vacío, estocada corta y rueda de peones (algunos pitos); cinco pinchazos -aviso- y cuatro descabellos (pitos). David Luguillano: dos pinchazos, otro hondo y dos descabellos (aplausos y también protestas cuando sale a los medios); dos pinchazos, media y descabello (silencio). Plaza de Las Ventas, 13 de mayo. Y corrida de feria. Cerca del lleno.

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La nobleza del primer sobrero que hizo segundo y suplía al sustituto (para más detalles, programas de mano), unida a la buena disposición que se apreciaba en el artista llevándose a ese segundo-primero a los puros medios, hizo concebir esperanzas. Y aunque le jaleaba la afición al ejecutar un pase y le animaba con rumores de expectación grande al iniciar el siguiente, el artista no se atrevía a darlo y volvía a empezar. No ligó ni uno. Toda la faena consistió en un continuo replanteamiento de terrenos, cites, dudas, rectificaciones.

David Luguillano, por el contrario, estuvo muy decidido con el segundo sobrero que hizo tercero y suplía a un inválido del hierro titular (sirven a efectos aclaratorios los mismos programas de mano). Toro manso el tercero-segundo sin detrimento de su casta, tomaba los engaños con codiciosa boyantía. David Luguillano le entendió bien. Tras unos toreros pases por alto corrió igualmente a los puros medios, desde allí presentó, plana y retadora, la muleta, galopó a su encuentro el toro...

Los rumores de la expectación grande se repitieron y esta vez se prolongaban con olés intensos porque el torero -un artista tan contradictorio como el anterior- ligaba las suertes en redondo, las templaba, bajaba la mano de mandar y abrochaba las series, ciñendo los pases de pecho y las trincherillas pintureras. Faena corta tenía el toro. Corta y buena. De manera que cuando quiso ensayar el natural ya era tarde; el toro ya había pedido la muerte, ya no consentía ningún alarde, ningún arabesco, ninguna manifestación artística.

Pepín Jiménez había iniciado la cata en el toro primero, cuyo temperamento propiciaba un punto de preocupante violencia a su embestida, de manera que al buen torear le añadió mérito la emoción. Y ése es el toreo: interpretar las reglas del arte con el riesgo inherente a la fiereza propia del toro de lidia. Contemplado así resultó emotivo y profundo el toreo de don Pepín.

Segundas partes resultaron de corte distinto. Pepín Jiménez se fajó valentón con el manso y querencioso segundo sobrero que hizo cuarto, sin ganarle la partida. Ese cuarto-segundo derribó con estrépito a la plaza montada -o quizá se caía el caballo, que estaba muy consentido- y las asistencias se llevaron en brazos al fornido picador. Sólo llegaron al callejón. Allí el picador recuperó el tono vital, se sacudió la bayeta y se quedó tan pimpante. Fernando Cepeda ni siquiera amago oferta de ambrosías en el quinto, de escaso trapío y noble proceder; lo muleteó sin gracia ni ajuste y lo mató fatal.

Metamorfoseado de repente en legionario, David Luguillano recibió de rodillas al sexto para darle un farol y luego no pudo haber arte ni faena pues el toro inválido devino en carnero degollado. Lo lamentó la afición, si bien gulusmeaba aún el convite de los toreros artistas. Y ahora pide más. Un caso de ingenuo optimismo. Porque pocas degustaciones de ese toreo bueno puede servir la tauromaquia contemporánea, que es como es y así seguirá siendo si Dios no lo remedia.

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