Teoría del boxeador
En el apretado curso de una semana, la cotización de la etapa Aznar ha subido y bajado en la bolsa política de la Unión Europea (UE) como una montaña rusa. La investidura fue recibida con plácemes. No en vano todo el discurso de política económica del cándidato descansó en el arquitrabe de la unión monetaria, y ésta, en la ortodoxia para lograrla. Hasta en el último detalle: el Gobierno asumiría, decimal a decimal, los objetivos del programa español de convergencia elaborado por Solbes.El continuismo alentó suspiros de alivio. Parecían descartadas las tendencias escéptico-filobritánicas afloradas largo tiempo por el PP y olvidadas luego en el programa electoral. Expectativa tanto mayor cuanto que la UE, desconcertada por la desaceleración económica, no puede permitirse el lujo de perder un país de peso entusiasta, cuando la Italia del Olivo, aunque promete, no ha empezado aún a existir.
La alegría duró un ensalmo. "Me parece una idea razonable parar unos meses el reloj de la unión monetaria para que algunos más podamos subimos al carro. Es incluso probable que así sea", declaraba el lunes el nuevo ministro de Exteriores, Abel Matutes, a este diario. Era, letra por letra, idéntica torpeza a la cometida por su antecesor, Carlos Westendorp, aunque éste no quiso publicidad: alguien le rompió el off the record. Al día siguiente, el presidente de la comisión, Jacques Santer, abría los ojos como platos y se quedaba sin habla en su despacho de Bruselas ante un apabullante Matutes. Tras el escueto voto por acudir a la cita de la tercera fase de la unión monetaria, que Santer tomó como trámite, Matutes desplegó la doctrina del boxeador exánime: España es un deportista al que se prescribe un adelgazamiento de 10 kilos. Si cumple el tratamiento, pero el cuerpo de la economía real no le aguanta y llega al ring (el 1 de enero de 1999) sin fondo, se desmoronará, sin fuerzas, al primer envite. Eso es probable, pero el Gobierno no lo tolerará, dijo.
Santer calló, atribuyendo la parábola a lirismo inaugural. Todos pasaron de puntillas sobre lo que se entendió como una especulación individual. Hasta que el jueves el vicepresidente Rodrigo Rato avaló la parada de reloj, considerando "realistas" las declaraciones, que, "desde luego, forman parte de la política del Gobierno". Mientras los mercados castigaban a la deuda, la peseta y la Bolsa -hasta que Rato reparó a trancas el daño-, el capital político de la investidura sufrió grave merma. Reaccionó incluso el altivo comisario de Asuntos Monetarios, Yves-Thibault de Silguy, quien suele ignorar a España. El caso es que ha renacido la duda de si los populares españoles son, en linaje europeo, hijos de sus homólogos democristianos Maertens-Kohl y herederos de González. O si esa conversión es débil y siguen bebiendo a hurtadillas en su anterior botijo escéptico marca Portillo-Major. Ojalá todo se redujese a un tropiezo de bisoñez, que se suma, ¡ay!, al inquietante desmoche de la Trinidad, la Secretaría de Estado para la UE. Que se contradice a su vez, por fortuna, con los acertados nombramientos de altos cargos duchos en Europa.
La teoría de la "parada del reloj" durante unos meses no es nada imbécil. Es un artificio de calendario: se hace como si la moneda única empieza el 1 de enero de 1999 aun cuando se inicie unos meses después; al igual que una misma reunión ministerial continúa la semana siguiente, un truco bastante utilizado en Bruselas. Es incluso probable, si constituye el precio para ampliar el núcleo de países que accedan al euro y que éste obtenga así suficiente masa crítica. La enarbolan con frecuencia académicos y economistas.
Pero los únicos que no pueden predicarla son los Gobiernos comprometidos con la convergencia y con la unión monetaria. Si es que quieren dotar de credibilidad a esos compromisos. Si son conscientes de lo que acontece en los mercados -como el jueves pasado- cuando programas y declaraciones se contradicen.
Pero también por otras dos decisivas razones. La primera es que la decisión de la criba de las monedas que se incorporen al euro la tomará al inicio de 1998 el Consejo Europeo: será, por razón del foro, una decisión política, aunque basada en datos económicos de acercamiento a las umbrales maternáticos, consignados en el Tratado de Maastricht. Si un país aspira a obtener interpretación flexible de esos techos, a lo que el propio texto autoriza, es evidente que sólo lo conseguirá en la medida en la que haya acreditado sin ningún género de dudas una férrea y continuada voluntad de cumplir los requisitos. Nadie entre los cumplidores premiará a quienes se escuden en trucos de rábula para lograrlo y hayan sembrado dudas de laxismo.
La segunda razón es aún de mayor calado. El único líder con posibilidad y pasión de serlo que hoy queda en la UE es el canciller Helmut Kohl, ese alemán capaz de poner a beneficio de inventario la opinión de sus expertos e institutos en pro de la unión política europea. Su alianza histórica con Felipe González reportó a ambos países logros extraordinarios. Kohl consiguió de la España semineutralista de los primeros ochenta -más creíble para sus pacifistas y verdes- el apoyo al despliegue de los euromisiles. Luego, el espaldarazo a la Alianza Atlántica; el apoyo a la unificación, mientras el sublime Mitterrand la saboteaba; la comprensión para la ampliación al Este. A cambio, fue decisivo para la propia entrada de España en la Europa comunitaria; mató con talonario la polémica sobre la cohesión en favor del Sur (Consejo de Edimburgo); bendijo la política mediterránea y su financiación (en la cumbre de Cannes), propugnada por España. Ahora, el canciller enarca las cejas cada vez que un socio peca contra el mandamiento de la unión monetaria, la tabla de la que hizo su ley. ¿Habrá que tirar por la borda la buena herencia que en punto a la complicidad con Alemania ha recibido el Gobierno de Aznar?
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