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Sombras chinescas

Para todo observador profesional, y por razones antropológicas, los restaurantes chinos de nuestra ciudad resultan ser reductos de gran interés didáctico. Tenues, recogidos, silenciosos, en estos espacios no suele tener cabida la confusión. Ya dentro, nada más traspasar el umbral, puede percibirse en ellos una sombra de frugalidad dormitando entre paneles; una absoluta falta de jolgorio que asciende por grabados y farolitos y que termina por acomodarse en los techos, donde el aire transporta imaginarias volutas de humillo azul. Así hacen los milenios para apabullar. La iluminación de estos locales es latente, encubierta, y parece acompañarse de una brisa cálida que nos remonta a los relatos de William Somerset Maugham en sus viajes a Oriente. La ambientación china se distingue de otras por una característica singular: sus colores nunca alcanzan la madurez. En los oscuros prevalece un matiz cerrado, y en los claros, un tono desvaído, algo clorótico, como adormecido en el tiempo. Conviene mencionar, asimismo, que en estos lugares también se come: rollitos de primavera, bambú, pato con almendras y cosas parecidas. Aunque tal vez la observación no sea relevante.A principios de los años setenta, los restaurantes chinos empezaron a asentarse en Madrid sin pompa ni aparato. Fueron creciendo discretamente, en silencio, como operan los vegetales, y no tardaron en seguirle tintorerías y locales de fotografía. El asunto era dar un paso, y aunque sólo sea por experimentar, no vendría mal imaginarse la situación a la inversa y seguirle la pista, por ejemplo, a la familia Fernández Poveda, natural de Canillejas, camino de Nanchong (China central) para instalarse como churreros. Raro, a mi entender. Tanto, que los Fernández Poveda regresarían volando, ahogados por la nostalgia.

Por sus antecedentes, los emigrantes chinos han de ser gente minuciosa, ya que han colonizado medio mundo a fuerza de labores portátiles. En su momento, extendieron raíles ferroviarios, dibujaron cartas astrales y abrieron galerías en las minas sin exteriorizar su pena. Y es que tenían planes, que pasaban por internarse poco a poco en fatigas menos vistosas, pero más inmediatas. Hoy, a finales del siglo, cosen en la clandestinidad, cocinan y planchan toneladas de ropa, siempre inescrutables y en apariencia ajenos a las costumbres de su alrededor. Pero dentro de dos siglos habrán llegado a lo más alto del entramado: serán gerentes, concejales de seguridad, directores generales o ministros. Y yo, personalmente, estaré de acuerdo con eso y me alegraré cuando vea piar a más de uno.

El manual rutinario dice que los suecos son rubios; que los alemanes, unos cabezas cuadradas, y que los chinos, laboriosos; y un punto de verdad debe sustentar la afirmación. Sin embargo, laborioso es un término que adjunta un sé qué pamplinero, un deje blando que desvirtúa el sentido de lo que uno pretende expresar. Y como no siempre funciona el recurso de los sinónimos, solventaré la cuestión definiendo a los chinos como "seres aplicados, sigilosos y hechos de granito dúctil" (lo que en algunos idiomas, sin duda, podría condensarse en un solo vocablo).

Este espíritu abstruso y misterioso queda reflejado en el caso de Xio Xai Qun, un ciudadano chino encarcelado desde 1992 por haber participado en el secuestro de un niño. Asuntos mafiosos. Fue condenado a 17 años, y desde hace uno y medio permanece sin hablar, alimentándose de pan y agua. No alza la cabeza, se mantiene inmóvil y no gesticula. Rumia asuntos abisales. Se le rompió la viga maestra. Es un hombre de biografía perversa y violenta, acostumbrado a causar dolor y a sentirlo. Pero una cosa es la biografía de uno y otra lo que en realidad ya se es. En su caso, un moribundo de 35 kilogramos en perpetuo tormento.

Y como referencia a la nobleza china sirva el ejemplo del joven Chu-Lin, la almohadilla viviente del zoo de Madrid. Era un ser espléndido, un magnífico mortal (nunca se le conocieron rencillas o malos gestos), y murió por sorpresa a finales de abril, tras colapso. Ya hay quien quiere mandar al Rey otra vez a China, en viaje oficial, para que se traiga otro ejemplar. Pero no serviría el cambio, porque, lejos de ocupar su hueco, lo vaciaría todavía más. Tratándose de Chu-Lin, no caben los epitafios. O quizá sí. Tal vez uno, y simple: "Chu-Lin, madrileño sin doblez". Que siempre sigas vivo.

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