El sol del destierro y de la literatura
Cada cierto tiempo, en cualquier parte, en el sitio más insospechado, me encuentro con la presencia fornida y jovial de Claudio Guillén, sosteniendo una copa en un cóctel con la desenvoltura de quien ha pasado gran parte de la vida asistiendo a los parties académicos norteamericanos, o haciendo cola en la puerta de un cine un domingo por la tarde, o en la antesala de una mesa redonda, y en todas partes tiene la misma sonrisa ancha e inmediata, y siempre: parece que la conversación breve que mantengo con él es un episodio de una conversación antigua que empezamos no sé cuándo y que prolongaremos dentro de dos semanas o de dos meses, en la cola de otro cine, en el tumulto de otro cóctel donde él se moverá con esa imposible pericia anglosajona que permite sostener al mismo tiempo la copa y el plato con la comida y la servilleta y el tenedor. En sus gestos, en su vestuario, en su manera suave y rápida de hablar, Claudio Guillén parece que lleva una prisa de viajes internacionales, de ocupaciones gratas y urgentes, pero jamás tiene el aire de afantasmamiento y fatiga de quienes viajan demasiado, sino más bien lo contrario, un aspecto solvente y confortable de sedentarismo, como si se encontrara tan perfectamente a gusto en el cóctel como en la cola del cine, en los paisajes de césped y ladrillo rojo y bibliotecas nobiliarias de Harvard y en la claridad candente de las paredes encaladas de Frigiliana, provincia de Málaga.En la Universidad de Harvard, que es al conocimiento lo que los bancos suizos son al dinero, es decir, un fortín abrumador y más bien impenetrable, y desde luego tan hospitalario como un banco suizo, Claudio Guillén fue durante muchos años profesor de Literatura Comparada, lo que antes se llamaba literatura universal, pero en él hay el menor rastro de arrogancia académica, igual que no se le nota que ha pasado una gran parte de su vida en el exilio, entre Europa y América, entre los campus universitarios de Nueva Inglaterra y los frentes europeos de la II Guerra Mundial.
Claudio Guillén lleva con la misma soltura su apellido que sus muchos años de peregrinaciones por el mundo, y aparece en los sitios igual que aparece su nombre en algunos documentos de la historia de la literatura española de este siglo, en la dedicatoria de un poema de Federico García Lorca o en la correspondencia entre su padre y Pedro Salinas. Aparece y desaparece rápido, yendo de un lado para otro, y como viene de orígenes tan plurales y de lugares tan lejos entre sí posee una ligereza envidiable de nómada, una rapidez de pasajero de puertas giratorias.
Hace unos meses, en un homenaje a Borges, Claudio Guillén me dio un libro y la fotocopia de un poema. Visto y no visto: el poema era ese soneto de Borges dedicado a la lluvia que contiene en el verso final una invocación triste y conmovida a la memoria de su padre; el libro era un volumen de formato pequeño, de no muchas páginas, de portada austera, color verde claro, de un papel fuerte y grato de tocar, delgado como un libro de versos, uno de esos libros portátiles que uno puede llevar en el bolsillo y leer en el autobús y que se convierten en un hábito de la mirada y de las manos. También el título parece el de un libro de versos: se llama El sol de los desterrados, y su brevedad es tan engañosa como su tamaño, porque en apenas ciento setenta páginas Claudio Guillén ha comprimido un tratado absorbente sobre el destierro en la literatura, una gran enciclopedia de la desolación por la que pulula el censo universal de los exiliados, empezando por los cínicos griegos que se declaraban por propia voluntad extranjeros en todas partes y concluyendo con el Juan Ramón Jiménez que en su vejez veía en un atardecer de Nueva York el sol rojizo de los atardeceres irrecuperables de Madrid.
Ahora que de manera creciente los teóricos y los expertos en literatura consideran, como don Luis de Góngora, que se alcanza más gloria cuanto más oscuro se vuelve lo que escribe uno, Claudio Guillén ha hecho un libro de sabiduría transparente, de erudición entusiasmada, con una agilidad que sin duda encontrarán ofensiva los adictos a los retorcimientos lacanianos y foucoultianos del lenguaje, proveedores de un rancho verbal que a lo que va pareciéndose cada vez más es a las parodias sarcásticas del estilo de Góngora que tanto le gustaba urdir a don Francisco de Quevedo.
Con esa ligereza que según Italo Calvino será un rasgo de la inteligencia del próximo milenio, Claudio Guillén transita entre los idiomas, las biografías y los libros siguiendo el relato de la experiencia del destierro, rozando las cosas, enunciándolas para irse enseguida de ellas, buscando su reiteración y su novedad, trazando los linajes de los desterrados, el de quienes hallan un aprendizaje y una posibilidad de universalismo y amplitud en la pérdida de la tierra nativa y el de quienes al quedarse sin ella son expulsados también del tiempo en el que vivieron, y ya no encuentran asilo verdadero en ninguna parte. El destierro y la muerte de Ovidio en las orillas del mar Negro duplica en la erudición de Claudio Guillén el de algún impronunciable poeta-funcionario de la corte de Pekín en las junglas febriles del sur, de China.
El rencor y la nostalgia de Dante hacia Florencia son de la misma estirpe de amargura que las peregrinaciones europeas de madame de Staël o el retiro londinense de José Blanco White. Tras los desterrados con nombre propio se vislumbran las multitudes de deportados y emigrantes a quienes no alumbra ni redime la celebridad de los exilios intelectuales. Con una fulminante rapidez de conexiones neuronales, Claudio Guillén viaja del latín de Séneca al toscano de Dante, del francés de Du Bellay al inglés de Shakespeare o al español de un oscuro escritor judío del siglo XVII, de La Habana de Cabrera Infante al San Petersburgo de VIadímir Nabokov, ciudades idénticas en la imposibilidad del regreso a la Roma añorada por Ovidio. El sol de los desterrados es el sol tibio y universal de la literatura, y por debajo de los libros, de las sabidurías y las lenguas circula un caudal despojado y secreto de verdad humana y se intuye una tentativa pudorosa de autobiografia. la de un español a quien ni el destierro ni el destiempo lo volvieron apátrida.
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