Ante la reforma (Veinte años después)
La casualidad o el destino han querido que coincida la celebración del veinte aniversario de EL PAÍS con un relevo en la presidencia del gobierno que algunos pretenden calificar ya de histórico. De modo que nuestras nostalgias y recuentos se funden hoy con los de aquellos que se prestan a hacer balance de los casi tres lustros de gobernación socialista, al tiempo que nuestras previsiones y proyectos se entremezclan, inevitablemente, con los augurios de todo tipo que pueblan el columnismo patrio.No podía yo resistirme a la tentación de evocar esta circunstancia, ni debía evitar hacerlo. Pero al mismo tiempo conviene marcar las distancias que el tiempo histórico transcurrido entre ambos eventos significa. EL PAíS salió a la luz en momentos de extrema incertidumbre sobre el futuro, cuando todavía la idea misma de la transición apenas había sido esbozada y en medio de un conflicto general en el seno de la sociedad española. Cualquier intento de parangonar la construcción de la democracia que entonces comenzaba con la alternancia política en libertad que la investidura de Aznar constituye, cualquier ensayo de acreditar este periodo político que hoy comienza como una segunda transición, es toda una ingenuidad si no se trata de una falacia. Hay notables diferencias de concepto entre uno y otro periodo, y a ellas hacía referencia muy recientemente Javier Pradera en estas misma s páginas. Pero alguna similitud queda también, sobre todo en el hecho de que hoy comienza una etapa de la vida española que promete o amenaza, según los gustos de cada cual, en convertirse en algo sustancialmente diferente a lo vivido durante las dos últimas décadas. O sea que si no nos hallamos ante una segunda transición, sí enfrentamos una reforma política de cuyo contenido y calado dará fe el futuro más próximo. Y es sobre esta reforma, quizás parodiando a la que desde el primer gobierno de la monarquía se nos prometía tímida e inútilmente, sobre la que conviene escribir en la señalada efemérides de nuestro diario.
En primer lugar, cabe señalar que el catálogo de intenciones ayer exhibido por el que en breves horas será nuevo presidente del gobierno español es fruto no tanto del proyecto político que su partido albergaba cara a las elecciones, como de las necesidades coyunturales emanadas de las urnas. La ausencia de una mayoría absoluta, contra los deseos del Partido Popular, no le permitirá a éste llevar a cabo muchas de las transformaciones que pretendía emprender. Afortunadamente, añado yo, porque sería ingenuo negar el recelo que una victoria aplastante de la derecha suscitaba en sectores genuinamente democráticos. Empujada a pactar con la derecha nacionalista moderada (contra sus sentimientos iniciales y contra sus propósitos evidentes), la derecha españolista, claramente orientada hacia el centro por mor de la actividad del propio Aznar, tiene ahora la oportunidad de transformarse a sí misma, de cambiar sus criterios y sus concepciones respecto a la estructura y a la condición de nuestro Estado, plurinacional, plurilingüístico, pluricultural y mucho más variopinto, complejo y difícil que lo que algunos de sus simplistas enunciados permitían prever. Si, efectivamente, los pactos suscritos por Aznar saben escapar a su sentido inicial de mero oportunismo y sirven para encauzar a su partido y a su gobierno por esta senda, habrá que decir que la reforma que se nos promete es desde luego histórica y que históricas pueden ser las consecuencias que de ella se deriven. Pero, como tuve ocasión de oír recientemente a Fernando Savater, sería bueno que este cambio de enfoque no fuera aplicable sólo, al nacionalismo español, más o menos encarnado hasta ahora por la derecha triunfadora en las elecciones, sino que pudiera ser compartido por los nacionalismos catalán y vasco. En una palabra, que también éstos reconocieran la existencia de una Cataluña y una Euskadi plurilingües y pluriculturales, y de la necesidad de su integración en esa complejidad española de que antes hablábamos. O sea que no pretendan CiU y el PNV convertirse en arbitrarios representantes del único sentir nacional de Cataluña y el País Vasco, y que permitan y empujen el desarrollo de esas comunidades en toda su integridad, sin incurrir en discriminaciones ni abusos. Es ésta una tarea no tan sencilla como pudiera parecer a primera vista, y del empeño ha de hacerse responsable en primer lugar al nuevo gobierno del Estado, que ha puesto sobre la mesa un cambio espectacular en las relaciones con las autonomías. Sólo con que todo esto llegue a hacerse realidad, insisto, habrá valido la pena la alternancia, justificada y demandada por otras muchas razones. Pero el listón ha quedado muy alto y los obstáculos para salvarlo no han de ser pequeños.
De las otras políticas a las que el gobierno Aznar parece comprometido desde ayer cabe destacar dos. La primera, la que se refiere al mantenimiento de la sociedad del bienestar, en un momento de crisis conceptual del término y cuando el sistema mismo, tal y como fue concebido por las democracias de posguerra, se ve sometido a revisión. En segundo lugar la promesa, contenida en los pactos con CiU, de eliminación del servicio militar obligatorio y creación de un Ejército profesional. Este propósito se encontraba ausente del programa electoral del PP y, al margen la popularidad indiscutible que ha de suscitar entre los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, encierra no pocas dificultades y no sólo económicas. Los rasgos de igualitarismo social que el servicio obligatorio implica no pueden pasar desapercibidos en una sociedad amenazada cada vez más por la disgregación, como tampoco son deleznables los riesgos de la construcción de un ejército pretoriano, desarraigado del pueblo y generador de un poder autónomo y difícil de controlar. Pero también son evidentes la pérdida de tiempo y la inutilidad social que el servicio militar, tal y como hoy está organizado, comporta.
De modo que sólo con los puntos enunciados no ha de faltar tarea a los nuevos gobernantes, ante cuya mayor capacidad para crear empleo conviene exhibir toda clase de escepticismos, no porque sean ellos peores que los que se van -que ya se vera-, sino porque la generación de puestos de trabajo escapa cada vez más a las decisiones gubernamentales en una economía libre, descentralizada y sujeta a decisiones y mutaciones transnacionales.
También va a tener que esforzarse Aznar en la lucha contra los demonios interiores de su partido, que si se desmandan pueden suscitar una involución en el ejercicio de las libertades y en la, atención prestada a la cultura. El mayor peso de las instituciones eclesiásticas, frente a un largo periodo de laicización de nuestro Estado, el regreso al casticismo y la restauración de criterios culturales ya rancios o periclitados, junto a la incorporación de maneras sociales obsoletas en la estética, en el comportamiento sexual y familiar, y en el mundo, de los valores en general-, son riesgos fundados si atendernos a la probable composición de las filas del PP. Esperemos que el centro derecha que hoy se estrena en el poder no sucumba ante ellos y demuestre que alberga también un caudal de modernidad y tolerancia.
Por lo demás, no es ahora el tiempo de las desconfianzas, sino el de las expectativas, y no sería justo negarle al nuevo presidente el margen de tiempo y de fe a que cualquier gobernante democrático es merecedor después de asumir por vez primera. La presidencia de José María Aznar es la consecuencia directa de la voluntad de las urnas. Al mismo tiempo, supone una ruptura generacional respecto a los protagonistas de la transición y el nacimiento de una derecha no afincada en la herencia de la dictadura. En ocasión del primer número de nuestro diario, pude escribir que éste "ha sido posible porque hay muchos miles de españoles que piensan efectivamente esto que decimos. No son de derechas ni de izquierdas o mejor dicho, y precisamente, son de derechas y de izquierdas, pero ninguno opta por extender patentes de patriotismo ni piensa que la mejor manera de convivir sea la supresión del adversario". Por lo mismo, nadie debe rendirse tampoco hoy a la tentación de extender patentes de honradez o de sentido democrático, al menos nadie que presuma de un verdadero talante liberal, como el que hasta ahora nos ha impregnado, "en lo que de actual y permanente tiene la palabra y en lo que significa el respeto a la libertad de los hombres".
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