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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Genial guiñol

Richard Loncraine ganó por Ricardo III el premio a la mejor dirección en el festival de Berlín, hace un par de meses. La decisión no fue bien recibida no porque sea el suyo un mal trabajo, sino porque allí concursaban otros mejores. En rigor, lo más relevante -aparte de su fascinante ambientación en el periodo de entreguerras- de su tarea es el manejo de los actores, con la reserva de que se trata de intérpretes que no se dejan manejar, de esa especie que saben dirigirse a sí mismos.Aunque se trate de una película que en la pantalla se queda ostensiblemente por debajo de lo que se intenta representar en ella, lo cierto es que contiene, junto a bajones de ritmo, momentos de extraordinaria brillantez, sobre todo los de orden plástico. Sin embargo no acaban algunos de los hilos de estar convenientemente enhebrados en la zona final del filme. Su desenlace es insatisfactorio, en exceso rocambolesco. En él no se percibe nítidamente si oír a Ricardo gritar su célebre oferta de "mi reino por un caballo" y recibir a cambio de su reino no el caballo que pide, sino un camión, es humor buscado o un chiste involuntario. El roce entre la palabra de Shakespeare y el marco donde se oye chirría más de la cuenta.

Ricardo III

Dirección: Richard Loncraine. Guión: McKellen y Loncraine sobre la adaptación de la obra de Shakespeare por Richard Eyre. Reino Unido, 1996.Intérpretes: Ian McKellen, Anette Bening, Robert Downey, Nigel Hawthome, Maggie Smith. Madrid: Cid Campeador, Acteón y, en v. o., Princesa.

Más información
Ian McKeIlen, nuevo rostro de una vieja leyenda

Quedan los intérpretes, algunos tan eminentes que probablemente han dirigido a Locraine más que este a ellos. Y sobre todo, queda en la memoria un kamikaze de la composición escénica, Ian McKellen, que bordea lo inimaginable. Un prodigio de oficio su granguiñolesca creación, en la que domina la exageración con una soltura sólo posible en un aristócrata de la escena, de esos que combinan gran gesto y brochazo, con el matiz y la miniatura. Asombroso, genial Ian McKellen.

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