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Olvidemos el nacionalismo

El mejor servicio que los llamados centralistas de Madrid podemos hacer al país en el que, a gusto o a disgusto, vivimos los españoles es pasar por alto la polémica sobre los símbolos nacionales y fijar nuestra atención en las medidas prácticas propuestas por los negociadores de centro derecha.Cierto es que yo también tengo que aplicarme esta lección, pese a que encuentre especialmente difícil hacerme el desentendido cuando otros me acusan de nacionalismo. Un amable corresponsal catalán me reconviene con mucha cortesía por no darme cuenta de que el artículo 3.1 de la Constitución española es tan nacionalista como la Ley de inmersión lingüística de Cataluña, por la que durante los siete primeros años de educación general básica los niños reciben toda la enseñanza en catalán. Releo el dichoso artículo 3.1: "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla". El tono de la segunda cláusula es, en efecto, de ordeno y mando, pero yo siempre lo había interpretado desde el punto de vista utilitario, como que, si podemos comunicarnos en el mismo idioma, se reducen mucho los costes de transacción.

En todo caso, es imposible hacer del idioma el símbolo de una supuesta nación castellana, porque el español no es nuestro: pertenece también a los habitantes de diecinueve países latinoamericanos, sin contar quienes lo hablan en los EE UU. Como el idioma no vale para definirme como nacional español, tendré que bucear en mi Rh, la forma de mi cráneo, la unidad de proyecto en lo universal, o mi apellido paterno, para saber a qué tribu pertenezco.

Otra cosa es que yo desee lo mejor para la tierra que me vio nacer y pata los pueblos que en ella habitan. Volvamos pues a lo concreto. Me gusta la "corresponsabilidad fiscal" que están guisando Rodrigo Rato y Joaquím Molins. Me parece bien que Jordi Pujol pida la privatización de la compañía Telefónica, de Retevisión, de la Empresa Nacional de Electricidad (ENDESA). Me congratulo de que los nacionalistas catalanes pidan la creación de un regulador de las telecomunicaciones, como lo hay de la energía.

En efecto, no es prudente que las autonomías gasten el 27 por ciento de todo el gasto de las Administraciones públicas, pero carguen con la responsabilidad de recaudar el ocho por ciento. El sistema presente es un incentivo para los manirrotos de las Generalitats, que gastan sin tener que cargar de impuestos a los votantes, como Maciá Alavedra, que ha acumulado al parecer un billón de pesetas de deuda.

Tenía yo miedo de que, en materia de empresas públicas, los gobiernos autónomos prefirieran mantenerlas bajo su control para poder colocar a sus allegados, pero veo que no va a ser todo como en las cadenas TV 3 o Euskal Telebista.

Es bueno que no muestren los autónomos en materia de telecomunicaciones el mismo afán acaparador que en materia de puertos, aeropuertos y autopistas.

Pero con toda esta polvareda levantada alrededor del nacionalismo-autonómico-diferencial-no-federal, parecemos olvidar importantes promesas de la reciente campaña electoral. El martes pasado en nuestra tertulia de la SER, preguntó Joaquín Estefanía si creíamos que el nuevo gobierno y sus aliados cumplirían su compromiso de congelar los impuestos, si iban a aplicar a las, pensiones los recortes del Pacto de Toledo; si se atreverían a reducir la indemnización por despido improcedente. Ninguno de nosotros supo responder.

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