La paradoja italiana
Las elecciones que se celebrarán en Italia el próximo domingo para renovar el Parlamento pueden aparecer como una aplicación del manual de normalidad que debería caracterizar a un régimen liberal-democrático: dos formaciones fundamentales, una de centro-derecha y otra de centro-izquierda, a las que los sondeos conceden prácticamente igualdad de posibilidades. Gane quien gane, tendrá que gobernar con moderación, en el centro, añadiendo a los ingredientes esencialmente comunes una pizca de solidaridad (si triunfa el centro-izquierda) o de liberalismo acentuado (si triunfa el centro-derecha). Pero nada más engañoso.Todos saben, de hecho, que en Italia el sistema democrático vive una profunda crisis desde hace algunos años. Que existe un caso italiano, una anomalía italiana. Es todo lo opuesto a una normalidad de manual. Vayamos, por tanto, al meollo: al desarrollo de una crisis que en Italia se manifiesta de forma particularmente aguda, pero que concierne más o menos a todas las democracias occidentales (por no hablar de las nuevas democracias de Europa central y del este).
La primera y clamorosa anomalía es la de una ausencia: Antonio di Pietro. Todos los sondeos indican que una mayoría aplastante de los electores votaría por Di Pietro para la cúpula de las instituciones, y que si existieran tres formaciones -centro-derecha, centro-izquierda y movimiento de Di Pietro-, esta última superaría a las otras dos. Algo que, dado el sistema electoral italiano, garantizaría al movimiento de Di Pietro no sólo la mayoría absoluta, sino tal vez una mayoría aplastante.
Pero el movimiento y la persona que triunfarían en las elecciones no participan en ellas. Millones y millones de ciudadanos no podrán elegir a los representantes que habrían deseado. El suyo será todo menos un voto libre. Efectivamente, Di Pietro ha sido objeto de una brutal campaña de deslegitimación, hecha de informes manipulados por los servicios secretos y de acusaciones falsas de toda clase. Y como sobre la base de dichas acusaciones los fiscales de la ciudad de Brescia abrieron contra él una serie de procedimientos judiciales. Di Pietro -un hombre que tiene un profundo sentido del Estado y que considera que un candidato político debe ser como la mujer del césar, "ni siquiera rozada por la sospecha"- decidió no participar en la vida pública hasta que no se reconociera definitivamente su completa inocencia. Algo que ha ocurrido después de tres sentencias sucesivas de diferentes jueces en las que se sobreseía el caso "por inexistencia de los hechos". Sin embargo, para entonces ya había comenzado la campaña electoral y había vencido el plazo para la presentación de listas y candidatos. Subrayamos que las sentencias de sobreseimiento son mucho más que una absolución. Efectivamente, los jueces habrían podido "remitir a juicio" a Di Pietro. Con eso no habrían establecido su culpabilidad. Simplemente, habrían dicho que existían elementos para instruir el proceso y que correspondía al tribunal emitir un veredicto después de deliberar (en Italia, un promedio del 50% de dichos veredictos acaba siendo de absolución). Haber decidido el sobreseimiento al término de las "investigaciones preliminares" y con la afirmación de la "inexistencia de los hechos" significa, en cambio, que las acusaciones contra Di Pietro se habían evaporado, carecían absolutamente de fundamento y ni siquiera deberían haber sido tomadas en consideración por su manifiesta falsedad. Por tanto, en el terreno judicial, el éxito de Di Pietro no ha podido ser más completo. En el terreno político, sin embargo, sus enemigos han obtenido el éxito más importante: excluirlo de la carrera electoral. El resultado de las elecciones, por tanto, estará falseado en cualquier caso: la mayoría de los ciudadanos no expresaría su voto verdadero, sino su segundo voto, a falta de algo mejor.
La segunda anomalía mayúscula procede del carácter asimétrico de las dos formaciones en cuanto a los valores fundamentales que en cualquier democracia deben ser comunes a ambos (puesto que sin ese horizonte común incuestionable se pone en peligro la propia democracia): división de poderes, sistema de controles autónomos, legalidad, etcétera. En la actualidad, son precisamente estos valores comunes los que faltan en Italia y, en consecuencia, dejan entrever el riesgo de una tendencia populista, antiliberal, de peronismo light, que sacaría al país de Europa. La formación de centro-derecha, efectivamente, manifiesta un distanciamiento sistemático, un hastío arrogante y un desprecio agresivo por esos valores que deberían ser de todos. Por lo demás, la agresión contra Di Pietro y los demás jueces del grupo milanés de Manos Limpias ha encontrado en Berlusconi, Previti y los otros dirigentes de Forza Italia su puntade lanza.
Una magistratura autónoma y unos medios de comunicación confiados a periodistas independientes y críticos: ésos son los dos principales e irrenunciables sistemas de control de una democracia liberal para impedir o contener la degeneración del poder político. Y precisamente esos tesoros que todo demócrata debería custodiar celosamente se han convertido en cambio en las bestias negras de la formación de centro-derecha, exactamente igual que fueron las bestias negras de Bettino Craxi (quien declaró que le gustaría dar "con la vara en los nudillos" -¡como a los niños indisciplinados de los colegios victorianos!- a los periodistas que lo criticaban, y que intentó con éxito amordazar a los jueces que estaban descubriendo el circuito de la corrupción empresarial-politicomafiosa).
Por eso, Berlusconi ha comparado a los jueces de Milán (que continúan descubriendo episodios de corrupción que le conciernen a él, a sus colaboradores y a Fininvest) con los "asesinos del Uno Blanco" (*); es francamente imposible imaginar que a un candidato estadounidense, británico, alemán o francés se le pudiera ni siquiera pasar por la cabeza emplear un lenguaje así. Por lo demás, si lo hiciese, su credibilidad como político, como estadista, se derrumbaría íntegramente. En Italia, en cambio, ya no sorprende ni indigna a nadie. Y puede que sea esta habituación, este mitridatismo de las conciencias y de la opinión pública, lo que demuestra lo agudo y apremiante del. peligro de una degeneración populista. Los últimos dos episodios judiciales son reveladores.
La Fiscalía de Milán mandó detener a un juez de Roma, Squillante, acusándolo de haber "vendido" y "amañado" a lo largo de los años numerosos
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procesos. La acusación se basa en testimonios directos, en meses de escuchas telefónicas y ambientales, en comprobaciones bancarias y de operaciones bursátiles, en el reconocimiento de costosísimas joyas regaladas a las mujeres de algunos magistrados y en una gran cantidad de indicios y pruebas adicionales. Por lo demás, hasta hace pocos años, la Fiscalía de Roma era conocida como "el puerto de las brumas", donde las investigaciones que resultaban incómodas para acusados excelentísimos acababan encallando y desaparecían en la nada (las cosas sólo han cambiado recientemente, con el nombramiento del nuevo fiscal, Michele Coiro).
Dos circunstancias han convertido este caso en político: según la acusación, el corruptor del juez Squillante es el abogado y senador Cesare Previti, ex ministro de Defensa y brazo derecho de Silvio Berlusconi. Y el principal testigo ocular es la señora Ariosto, novia durante años de Dotti, jefe del grupo parlamentario de Forza Italia y, al igual que Previti, abogado de Berlusconi y del grupo Fininvest.
Intentemos, también en este caso, imaginar lo que ocurriría en una democracia normal, en EE UU o el Reino Unido. El líder, sobre todo si fuera conservador o de centro-derecha, no tendría dudas: expresaría en primer lugar su confianza en la magistratura, añadiendo su "certeza" de que la inocencia de su colaborador sería finalmente reconocida. Mientras tanto, le pediría, "incluso para poder defenderse mejor", que renunciara a todo cargo y candidatura.
En Italia, en cambio, las cosas fueron exactamente, al revés. Berlusconi no ha cancelado la candidatura del acusado Previti, sino del parlamentario Dotti, culpable de no haber impedido a su novia que testificara ante el magistrado. Tampoco en este caso hemos asistido a ninguna sublevación ni indignación de la prensa o la opinión pública,ni a un final inmediato e ignominioso de la existencia política de los implicados, como habría ocurrido puntualmente si un Clinton o un Major se hubieran comportado de forma análoga.
En el segundo caso judicial se produjo la condena a 10 años de cárcel a un ex funcionario de los servicios secretos, Contrada, por participación exterior "en asociación de malhechores". La acusación fue sostenida por dos fiscales adjuntos que estuvieron entre los más estrechos colaboradores de Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, los dos jueces asesinados hace algunos años por la Mafia. Las investigaciones se basaron en las declaraciones concordantes y concretas de más de diez arrepentidos (muchísimos jefes mafiosos han sido condenados basándose en un número de testimonios mucho menor) y en numerosas comprobaciones de dichas declaraciones. Lo mínimo que se podía esperar era un elogio para los fiscales que han tenido el valor de incriminar a un personaje excelentísimo, que han revelado las complicidades mafiosas dentro del aparato del Estado y que han visto reconocidas por la sentencia del tribunal la seriedad y solidez de su trabajo, Pero no: "Sentencia nazi", fue el comentario de Tiziana Parenti, estrechísima colaboradora dei Berlusconi, quien quiso que fuera la presidenta de la Comisión anti-Mafia de la Cámara de los Diputados (cargo desde el que no pierde ocasión para atacar precisamente a los jueces anti-Mafia de Palermo).
Pero el populismo antiliberal de Forza Italia no acaba, aquí. El famoso conflicto de intereses, (no se puede ser jefe de Gobierno y propietario monopolista del sistema, televisivo: en una democracia occidental, una cosa así ni siquiera es concebible) no sólo se ha dejado a un lado, sino que ahora se reivindica con jactancia y arrogancia ese control monopolista como un hecho positivo y se confeccionan listas para proscribir a los pocos periodistas autónomos que todavía quedan en la televisión pública. En cuanto al resto del programa, se limita a promesas absolutamente milagreras. (ayer, un millón de puestos de trabajo; hoy, disminuciones radicales de los impuestos, sobre todo para los comerciantes y los trabajadores autónomos, que ya evaden al fisco de forma masiva, con máximos del 90%).
Al populismo de Berlusconi se une el de Gianfranco Fini, líder de Alianza Nacional, el partido neo, ex y posfascista. También esto supone una anomalía mayúscula, una asimetría entre las dos formaciones que pone en peligro el carácter liberal (le la democracia italiana. Fini intenta acreditarse como el Chirac italiano. En realidad, sus raíces son las de Le Pen. Hace apenas cuatro años, Fini celebraba el septuagésimo aniversario de la marcha sobre Roma de Benito Mussolini, con saludos fascistas a la romana (el brazo derecho en alto), gallardetes y símbolos fascistas, con gritos fascistas ("Eia, eia, alalà!", "Duce, duce, duce; a noi!", etcétera). Desde entonces no ha habido ningún auténtico giro, ninguna sufrida y trabajada conversión a la democracia. Fini se ha encontrado en el Gobierno gracias a Berlusconi, y sólo después ha organizado un apresurado maquillaje. Pero los dirigentes, los militantes, la mentalidad, las inclinaciones, los reflejos condicionados siguen siendo los mismos: neo, ex y posfascistas.
Y puesto que en Italia está muy de moda la referencia al presidencialismo de tipo francés, haría falta por lo menos indicar que, en Francia, De Gaulle impuso una equivalencia: ser francés es ser antifascista. En Italia, en cambio, precisamente a petición de Fin¡ y Berlusconi, la fecha electoral del 28 de abril fue descartada por celebrarse tres días antes la fiesta nacional del 25 de abril. Como dicha fiesta nacional celebra la resistencia antifascista, la alianza de centro-derecha la considera fiesta "partidista" y no fiesta nacional. En resumen, en la Italia de hoy ser antifascista es motivo de sospecha. En Francia, en cambio, no ser antifascista supone verse marginado de la vida política.
A todo esto se añaden las dosis masivas de populismo estatalista que Fini ha introducido en la vida política. Y la irresponsabilidad con que cabalga sobre la evasión fiscal, fomentándola y proponiendo un mecanismo que haría posible la evasión fiscal también para los trabajadores dependientes (cuyas rentas se gravan actualmente en su origen), en lugar de combatir, como sería el deber de todo político -de derecha, centro o izquierda-, la evasión fiscal masiva de los trabajadores autónomos.
Esencialmente, la anomalía de la competición electoral del 21 de abril puede resumirse por entero en esta paradoja: el actual jefe de Gobierno, Lamberto Dini, es un hombre de derechas clásico (por lo demás, fue Berlusconi quien lo quiso primero como ministro y después como presidente del Gobierno). El católico y moderado Romano Prodi, economista y gestor, es, en cambio, de centro-izquierda. En una democracia liberal normal, ellos serían los jefes de las dos formaciones alternativas, y obtendrían entre ambos al menos el 90% de los votos, mientras que los grupos extremos de derechas e izquierdas se quedarían con las migajas.
En cambio, el próximo domingo, Dini y Prodi estarán en el mismo bando, en una formación que convencionalmente se define como de centro e izquierda, pero que en realidad agrupará a todas las fuerzas que en una dialéctica liberal-democrática normal estarían etiquetadas como centro, izquierda y derecha. Por lo demás, no es casualidad que Indro Montanelli, el legendario periodista casi nonagenario que durante décadas. representó la máxima autoridad cultural y moral de la derecha italiana (derecha auténtica, incluso derecha dura, pero derecha clásica y de cuño occidental), haya declarado públicamente que esta vez votará por el centro-izquierda.
Centro-izquierda del que, para comprender la paradoja italiana, tal vez sería necesario contar todos los errores. Errores que son realmente muchos cuantitativamente, pero no dejan de ser normales cualitativamente. Es decir, no ponen en tela de juicio los valores comunes de una democracia liberal. Estos errores (pésima actuación televisiva de Prodi, rivalidad entre los grupos de la coalición, algunas candidaturas discutibles, una política contradictoria en el problema de la justicia, una incapacidad general de dar una imagen renovadora) pueden explicar la crecida populista, que siempre nace como reacción a reformas no realizadas (en Italia existe un problema ineludible de reforma institucional de tipo federal que alimenta el voto a la Liga Norte con efectos desestabilizadores). Sin embargo, hay un impulso populista que no es sólo italiano, sino que recorre todo el mundo democrático. Incluso en EE UU, incluso en Francia, donde una de cada cuatro personas apoya a Le Pen. Esta circunstancia hace, por tanto, aún más importante, por ser menos local, el resultado de las votaciones del próximo domingo en Italia; unas votaciones que no son un enfrentamiento entre centro-derecha y centro-izquierda, sino un referéndum (distorsionado por la ausencia de Di Pietro) entre populismo antiliberal y democracia.
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