Tonto el último
Hay soluciones que encierran dentro nuevos problemas y, a veces, éstos son de mayor calado que aquéllas. El Estado de las autonomías es una de esas buenas soluciones plagadas de malos problemas. La Constitución optó, razonablemente, por dar salida jurídico-pública a una vieja (pero no tan vieja) aspiracion nacionalista, reforzada por el centralismo autoritario franquista, aprovechando de paso para una fortísima descentralización administrativa. El tránsito de las viejas pro vincias a las nuevas autonomías ha sido inmensamente positivo: ha vitalizado la política local; ha aproximado la Administración al administrado; permite un uso más eficiente de los recursos; es cantera de vocaciones políticas. Cualquiera que recorra España comprobará que las antiguas provincias son hoy ciudades y en ellas la calidad de vida cotidiana supera ya, con mucho, a la de las viejas capitales. La redención de las provincias -que era también la redención del Madrid aprovinciado- es un hecho indiscutible y un gran logro de la España democrática. Pero una astucia política coyuntural llevó a igualar las competencias de algunas regiones a las de las antiguas nacionalidades, desdibujando la fórmula constitucional que separaba nítidamente unas y otras. De modo que nos encontramos con algunas regiones (como Andalucía, Valencia o Canarias) que han adquirido techos competenciales idénticos a las nacionalidades. Un éxito para ellas. Pero que también puede ser un fracaso si se lee al revés, pues significa que hay nacionalidades que (como Cataluña) tienen competencias idénticas a las de algunas regiones. El resultado es un juego de emulación perverso de difícil resolución.Efectivamente, supongamos un juego de dos jugadores en el que el jugador A dice que es distinto al jugador B. Si el jugador B acepta que él también es distinto, la situación es estable, pues ambos la aceptan. Supongamos ahora otro juego de tres jugadores en el que A dice que es distinto a B, pero B afirma ser igual que A y hay, además, un tercer jugador, C, que aunque estaría dispuesto a aceptar que es distinto de A, afirma en todo caso ser igual a B. Es, más o menos, la situación actual: Cataluña es distinta a Andalucía o Valencia; pero éstas no aceptan ser distintas de Cataluña, y Murcia o Cantabria, que no pretenden compararse con Cataluña o el País Vasco, no son, sin embargo, menos que Valencia o Canarias. Es evidente que, por las leyes de la transitividad lógica, las ecuaciones no cuadran. Pues en este juego cada avance de A para diferenciarse de B será seguido automáticamente por un avance de B (que dice ser igual a A) para igualarlo; y cada avance de B será seguido automáticamente por otro avance idéntico de C, que dice ser igual a B. Pero a su vez, y puesto que A afirma que es más que B, cada vez que se sienta igualado con él tendrá que dar otro paso adelante para distinguirse de su perseguidor y restablecer el "hecho diferencial"; paso que será seguido inevitablemente por B y más tarde por C. Para volver a empezar de nuevo. Pero un poco más lejos.
¿Qué ha ocurrido? Pues, en primer lugar, se ha desdibujado la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones al incorporar un tercer elemento distorsionador (las regiones de primera división; el jugador B), jugador que persigue a las nacionalidades (el jugador A), pero que actúa de liebre de las regiones de segunda (el jugador C). Y ello -en segundo lugar- como consecuencia de no saber diferanciar entre "ser distinto" y ser "más o menos", una distinción difícil de hacer en términos matemáticos, pero fácil de entender en la vida, pues una pera es distinta a una manzana pero no es ni más ni menos que ella. En todo caso el juego, así institucionalizado, lleva a la elevación constante de los techos autonómicos de todos, en una situación de equilibrio dinámico e inestable. Y de este modo una fórmula de articulación como es el Estado de las autonomías, construido sobre nacionalidades y regiones, puede transformarse en una fórmula de desarticulación progresiva. Cuidado, pues, no sólo con lo que se acuerda, sino también con quién se acuerda.