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Fumando espero

Noticia: las autoridades americanas están a punto de declarar la nicotina una droga peligrosa. Fumar será entonces un crimen federal.Fumar ha sido siempre un riesgo -y no me refiero al cáncer, que es un riesgo más eminente que inminente-. Me refiero al riesgoso arte de aspirar (si no aspiro, inspiro) y exhalar humo por uno o dos orificios del cuerpo. El mayor riesgo, los celos. Siempre ha dado envidia a los otros ver fumar y no participar. Esos celos del aire que se respira puro por el aire contaminado ha, estado presente en la vida española y también, ¿por qué no decirlo?, en la vida europea.

El primer fumador inglés, sir Walter Raleigh, fue decapitado en la torre de Londres con su pipa entre los dientes, que pronto serían parte integral de su esqueleto. Sin embargo, su pipa existe, persiste en un museo. Sir Walter murió (exhaló después de inhalar) no sin antes contagiar su vicio como una enfermedad venérea a la reina Isabel. Pero fue decapitado por orden de un rey, Jacobo I, que amaba a los muchachos y odiaba el tabaco. En ese orden. El más eminente de los poetas isabelinos después de Shakespeare era un disidente que dijo: "Los que no fuman y no aman a los chicos son tontos por partida doble". Este, poeta dramático, Christopher Marlowe, murió como uno de sus personajes trágicos, de muerte violenta, acusado de otra transgresión que fue una disgresión: como muchos escritores ingleses, fue también espía. (¿Habrá que recordar que Mata Hari odiaba que sus amantes fumaran en la cama?)

La suerte del primer transgresor (léase, fumador) español fue más atroz. Rodrigo de Jerez fue el primer europeo que vio a otro hombre fumar, que fumó él mismo. Lo hizo, cosa curiosa, en un pueblo de Cuba llarnado Gibara, donde, aún más curioso, nací yo, que escribo para exonerar a Rodrigo de un crimen que nunca cometió. Su muerte, también violenta, no fue más que un capricho español que se llamó la Inquisición. Pero antes hay que tender una cortina de humo.

Después de descubrir a Cuba, que era como descubrir a América, aunque ninguno de los sitios descubiertos se llamaban Cuba o América, Cristóbal Colón, uno de los marinos más certeros por error de la historia de la navegación, envió a explorar a dos de sus tripulantes convertidos en exploradores: como quien dice, centinelas perdidos ambos. Eran, de izquierda a derecha, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres. Este último, un converso versado en varias lenguas, entre ellas el arameo, fue traído por Colón por si acaso tropezaban con Cristo. Arameo era la lengua que hablaba el Señor -o por lo menos dijo, su frase final en ese idioma-. Colón, uno de los hombres más astutos que han navegado los mares, era un converso previsor que creía en la Providencia. Lo que hay que agradecerle. O por lo menos se lo agradezco yo. De no ser por Colón no estaría escribiendo estas líneas. (Sobre Colón o sobre cualquier otro). En todo caso, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres desembarcaron y caminaron por lo que sería en el futuro la Calle Real. (O Independencia después de la independencia. Los nombres de las calles suelen cambiar, pero no cambian las calles. Lo que prueba que la geografía, y aun la mera topografía, dura más que la historia). Entretanto, Rodrigo y Luis tropezaron con un caserío indio (ya Colón llamaba a los americanos indios sin ser ninguna de las dos cosas) y frente a un bohío que no llamaron bohío porque el edificio -si es que se puede llamarlo edificio- y la misma palabra bohío eran tan nuevas como el Nuevo Mundo. Como llamaba el Gran Almirante a estas tierras mientras cantaba: "Por Castilla y por León / Nuevo Mundo halló Colón". (Algunos cantan "Por Castilla y Aragón", pero son sin duda aragoneses). A la puerta del bohío, que no tenía puerta, encontraron los dos europeos a dos indios americanos en lucha incierta con dos palitroques encendidos -¡y los dos indios fumaban!- El humo es conocido de antiguo y hasta hay un proverbio chino que declara que donde hay humo hay hombre. Los chinos, siempre nacionalistas aunque sean comunistas, dicen chino en vez de hombre. Como los caribes que voceaban "Ana karina roto", declarando que sólo ellos eran hombres y eso les daba derecho a comerse a los taínos, que no eran seres humanos, sino platos fuertes en un menú.

Rodrigo, digo, vio a estos hombres fumando y enseguida corrió, seguido de Torres, a comunicar al almirante que había visto a los "hombres chimeneas", cómo dijo. Intrigado (ése podía ser su segundo nombre), el almirante bajó a tierra y siguió a sus exploradores para llegar donde los indios (dos) fumaban. Eran sólo dos fumadores dos en ese enclave. Solamente el jefe indio (se le conocía por la pluma) y su hechicero (se le conocía por su cara: una cantidad hechizada) se entregaban al placer de fumar que era entonces un deber.

Cristóbal Colón era un hombre con grandes dotes de persuasión, pero era, por supuesto, difícil de persuadir. Había persuadido a la reina Isabel la Católica de que sólo él sabía cómo viajar sobre el mar y encontrar, navegando hacia el oeste, la ruta más rápida hacia el Oriente: un sinsentido entonces. Rodrigo de Jerez no persuadió al Gran Almirante que lo que veía, hombre fumando, era la maravilla. Colón, que buscaba, según declaró a la prensa de la época (los monjes de La Rábida), ir a las Indias por especias, en realidad había sido deslumbrado (y alumbrado, es decir, iluminado) por los relatos de su paisano Marco Polo acerca de las riquezas sin igual encontradas en Golconda y en China. Colón vio a dos indios fumando y lo que vio fueron dos indios fumando. En otras palabras, no le dio ninguna importancia al hallazgo extraordinario de los dos exploradores, maravillados por el humo, quien lo trujo y lo produjo. Colón no estaba interesado más que en una sustancia mineral que no era, claro, vegetal. No eran las especias, sino el oro lo que buscaba. Los dos hermanos Polo habían hablado del mucho oro habido en el reino del Gran Kan y, atraído por los dos Polo, Colón le preguntó al cacique junto al behíque por el oro. Torres tuvo que traducir del español al arameo, lengua que sólo él conocía. "Oro, oro", pidió Colón, y en uno de esos momentos históricos en que lo sublime se hace ridículo, el cacique señaló con una mano (en la otra sostenía su urpuro) hacia el oeste en Oriente y dijo: "Cubanacán" (que quiere decir en taíno el centro de Cuba). Colón, no hay que adivinarlo, tradujo, sin esperar a Torres, Cubanacán como tierra del Kan, del Gran Kan -y enseguida organizó otra expedición Cuba abajo- Iba en busca de oro, pero sin saberlo había dejado el verdadero oro de Cuba detrás: el tabaco, la feliz planta fénix cultivada para convertirla en cenizas. Pero antes se hace humo.

Que fue lo que se hizo Rodrigo de Jerez, que no olvidó la fragancia ni la visión del humo. Para recordarlas mejor se llevó consigo las yerbas secas que han tenido tan diversos nombres y un solo uso: para fumar. En Jerez pudo jugar el juego cubano en que un verso dice: "¿Me da usted una can'delitaT',, y el anverso responde: "Allí fumé". Allí fumaba Rodrigo, pero en secreto: encerrado en el último cuarto en su casa del puerto. Fumó y fumó mucho hasta que un día, como la última esposa de Barbazul en el cuento medieval, su mujer abrió una puerta y descubrió a su marido fumando en silencio. Pero para ella esa primera visión de un hombre que fuma se le pareció demasiado a un cristiano que había hecho un pacto con el diablo y echaba humo. No humo sagrado como el incienso, sino el humo de Satanás que brotaba por todos los orificios visibles de su marido y sabe Dios por cuántos hoyos secretos del cuerpo. La buena mujer hizo lo que todas las buenas mujeres de España hacían entonces: denunció a su marido ante la Santa Inquisición.

Rodrigo fue aprehendido, encarcela do en un último calabozo donde confesó que, efectivamente, había hecho un pacto con el diablo en Cuba -que ya se llamaba Cuba- Confesó como habría confesado cualquier otro y usted mismo si lo sometieran a la tortura que sometieron al reo Rodrigo, ahora convicto y confeso: fumar es cosa del diablo. Para purificar su alma fue condenado a la hoguera, y Rodrigo se hizo, al arder, un puro. Ya la historia comenzaba a practicar su arte favorito: la justicia poética.

Entretanto, un siglo más tarde, en Inglaterra no había Inquisición, pero había un régimen totalitario, heredado de Isabel Primera, sin su savoir faire al cortar cabezas. En su lugar estaba Jacobo Primero, venido de Escocia con todos sus validos y favoritos. Este monarca era un piadoso pederasta que cambió de casaca y en su afán de ser rey de los ingleses aprobó la ejecución de María Estuardo por la reina Isabel. Esta aprobación sería un mero acto de alta política si no fuera porque María, reina de Escocia, fue su madre. (Nerón, en su lugar, aprobaría). De rey Jacobo, cuyo mal aliento era real pero odiaba el humo por pestilente, escribió un panfleto titulado Andanada contra el tabaco, que publicó, con valor característico, anónimamente. Otra andanada suya, Demonología, se dirigía contra un demonio menor: la brujería. Las andanadas reales no impidieron el oficio de las brujas ni el arte de fumar.

Otro salto en el vacío (o atmósfera libre de humo) y es la reina Victoria nada menos (era enana) la que odia el humo 31 prohíbe fumar en todo Buckingham Palace, de las bajas caballerizas a las altivas torres. La reina murió a los 80 años porque no hay nada que alargue más la vida de un monarca que no fumar. Pero su hijo, llamado Bertie, príncipe de Gales primero y luego rey Eduardo VII, no podía siquiera entrar en lo que él llamaba la Ciudadela Prohibida llevando un puro, sin encender, en un estuche, en un bolsillo interior. Cuando murió su madre, el príncipe ahora rey reunió a sus amigos en el gran salón del trono, se sentó en el sillón augusto para convertirlo en una silla turca al sacar su tabaquera y de ella extraer un perfecto-perfecto de la Corona, morder su cabeza (la del puro), escupir la perilla a un lado y, encendiéndolo, decir su frase más célebre: "Señores, ya se puede fumar en palacio".

Hay, que decir que ni Jacobo Primero ni la reina Victoria eran, a pesar de su status, monarcas absolutos y nadie fue al bloque y al hacha por fumar o a la horca por echar humo por lo menos por dos orificios. Pero crearon un precedente atroz, y en Rusia, siempre eslavos del poder, durante el siglo XVIII la pena por fumar en público era perder la proboscis. Gogol, que conocía a sus paisanos y mujiks, escribió un cuento que llamó La nariz, en que un barbero de San Petersburgo encuentra en un pan del desayuno, ¡horror!, una nariz. Su mujer, manes de la señora de Jerez, amenaza con denunciarlo a la policía, que era, cosa curiosa, zarista. La nariz, ahora autónoma, pasa su vida nasal buscando a su cara cara.

Los turcos eran si acaso más drásticos. Aquellos a quienes Shakespeare llamó circuncisos con turbantes simplemente prohibieron fumar bajo pena de muerte. Lo que no impidió que los turcos cultivaran un tabaco exquisito para pipas y pitillos (los cigarrillos Camel anunciaron orgullosos una "rnezcla turca") y los rusos sean hoy los más grandes fumadores del globo después de los chinos, que apenas dejaron el opio a los ingleses (como Coleridge y De Quincey) se enviciaron con los que Carmen y el narrador de Carmen llamaban papelitos.

Jean Nicot fue probablemente el único embajador del tabaco que no perdió la cabeza simplemente porque usó el correo y ]la adulación como vehículos. O tal vez porque fue un heraldo que trae buenas nuevas -de lejos- Nicot era embajador de Francia en Portugal y en Lisboa dio de manos a boca, literalmente, con el tabaco en forma de hoja seca, y en lugar de decir quítame allá esas pajas las envió a la reina Catalina de Médicis, a quien la historia ,Alejandro Dumas y el cine (La reine Margot en ambos casos) han dado tan mala reputación: una florentina en Francia. Donde cultivó la intriga y los venenos con igual entusiasmo. Nicot se consiguió semillas de la planta que todavía no se llamaba Nicotiana tabacum y las envió a la reina, Catalina, recomendándole las, virtudes curativas de la nicotina que aún no se llamaba así. Nicot añadió una posdata que era un postmortem: "De las hojas de la planta, majestad, se puede extraer un aceite que hay que tratar con cuidado. porque es venenoso". La reina, más encantada que encantadora, hizo a Nicot par del reino. Mientras, la ciencia nombró a la planta nicotiana y al alcaloide que exuda la planta nicotina. El embajador preferido de la reina vivió hasta pasados los setenta años, que era en esa época una edad provecta pero propicia. Nicot no murió en la hoguera ni le cortaron la cabeza ni fue apuñalado en la noche de San Bartolomé. (No era hugonote). Murió, sin embargo, de una dosis exagerada de humo. Lo que se conoce vulgarmente como tabaquina.

Pero el vicio precedente (no confundir con el vicepresidente) ha sido tomado con encono por los poderes actuales (el cuarto poder sobre todo), condenando no sólo a los fabricantes de cigarrillos (fumadores de puros tomen nota), sino a cualquiera que se atreva a encender ese Camel que provoca. La campaña es más intensa en los países anglosajones, las tierras que dieron a Raleigh, importador de pipas en el reino de Isabel, pero también a Jack y a Vickie, como el pueblo inglés llamó a Jacobo y a Victoria. Vivo en Inglaterra desde 1966, y durante mi largo exilio escribí un libro, Holy smoke (literalmente Humo sagrado, que se puede y se debe traducir como Puro humo), que era mi manera de crear un cordón umbilical de palabras con la tierra del tabaco más famoso del mundo. Así puedo decir que cuando llegué a Londres Inglaterra no era sólo un refugio político, sino un país de tolerancia. Aunque ya eran tierras de clima poco benigno, se podía, créanme, fumar dondequiera: en el teatro, en el cine, en el tren subterráneo o de superficie, donde había vagones para fumadores, y, por supuesto, en restaurantes sin cuento pero con cuentas. Ahora no sólo no se puede fumar en ninguna de esas partes con artes, sino que ni siquiera dejan fumar ¡en los andenes! Sean de trenes o de subterráneos. Sic transit la gloria de fumar.

Pero en Estados Unidos se opera una reacción contraria.

Bajando (o subiendo) por la Quinta Avenida de Nueva York, que es una calle elegante con casas elegantes, se ven, a la hora del almuerzo, cientos de mujeres agrupadas o solitarias en la calle. No hacen la calle, todo lo contrario: ejercen un deber como un derecho. Son, como dice el escritor Valentín Puig, mujeres que fuman. Sólo que Puig lo pone como título, mientras que para mí es la descripción de un vicio viejo convertido en crimen nuevo. Pronto, ya lo verán, fumar será un delito ("penado por las leyes", como se dice), mientras que la cocaína estará permitida entre adultos que consienten.

Otra forma que toma la resistencia (con mayúscula es la que ofrecieron los franceses en la Francia ocupada por los nazis) está en las mujeres que fuman -¡puros!- Ahora aparecen los aeropuertos con salones para fu-4, mar y los restaurantes que cierran sus puertas a veces para abrirlas a los fumadores, en su mayoría hombres que fuman puros. Está también la aparición de testigos de la defensa del humo, inhalado o expelido. Son los que saben que encerrados en una sala llena de fumadores empedernidos sólo se cogerá una tabaquina. Pero dentro de un garaje conun aut6 que fuma y expele monóxido de carbono estarán muertos en cosa de minutos. Nadie, por supuesto, ha hablado de prohibir el humo a los autistas.

Pero quiero terminar con un final feliz hecho de humo. A veces acompaño a Míriam Gómez al supermercado, pero me quedo fuera. No porque deteste esos museos vivos de los víveres, sino porque espero y fumo al aire casi puro de Londires. Sucesivos supervsores me relegan y hasta he visto cajeras airadas haciendo, a través de cristal claro, señas no de humo, sino contra el humo. Así estaba yo la semana pasada fuera del perímetro permitido, cuando una viejita encogida y con el frío de su edad en su aspecto se acercó a mí y se detuvo frente a mi puro que será mi pira. Ya oía el regaño, que conlleva la prohibición de fumar, cuando la anciana me miró y me dijo: "Ah, a havana!". Aspiró hondo esa ahora dulce mujer con su grata sonrisa y dijo: "¡Amo el olor del humo de un habano! Es un habano, ¿verdad?". "Yes, ma'am". ¿Cómo iba a decirle que era en realidad, como esos frailes vestidos con hábito color tabaco, un dominicano? "Siempre se sabe", dijo ella al final.

Copyright Guillermo Cabrera Infante, 1996.

Guillermo Cabrera Infante es escritor cubano.

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