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TRAVESÍAS

Antonio Muñoz Molina

Hace unas cuantas semanas murió, sin que nadie le hiciera mucho caso, Ana Larina, que fue la viuda del dirigente bolchevique Bujarin, líder de la revolución de 1917 y luego víctima del odio obsesivo de Stalin, que lo encarceló y lo hizo torturar y lo obligó a acusarse a sí mismo de traición en los macabros procesos de Moscú. Proscrito, destrozado, convertido por la propaganda en un monstruo de maquinaciones y errores, Bujarin murió fusilado en una cárcel rusa en 1938, pero algún tiempo antes, cuando ya sabía que iban a detenerlo, escribió una carta que era a la vez su testamento político y una apelación desesperada al porvenir, un mensaje en una botella arrojada al mar en vísperas del gran naufragio de sangre del estalinismo y de la guerra contra Alemania. Era una carta dirigida "a una futura generación de dirigentes del Partido", una defensa del propio Bujarin contra las calumnias que muy pronto iban a llevarlo no sólo a la tortura y a la muerte, sino también a la tergiversación póstuma de su figura. Pero nadie hubiera querido recibir entonces esa carta, y menos todavía guardarla, así que Bujarin, para evitar que se perdiera, le pidió a su mujer que se la aprendiera de memoria. Durante más de veinte años Ana Larina sobrevivió en cárceles heladas e inmundas, en campos de concentración, en aldeas de barrizales y de hielo situadas en las lindes del Círculo Polar, fue despojada sin misericordia y sin respiro de todo, hasta del hijo que había tenido con Bujarin, a quien sólo volvió a ver cuando ya era un adulto. Pero a lo largo de todo ese tiempo lo que no le quitaron fue la carta que se había aprendido de memoria, y que se recitaba a sí misma en silencio o en voz baja cada noche para encontrar el consuelo de las palabras del hombre a quien había amado, literalmente, una por una, sin incertidumbre ni vacilación, las palabras no escritas en ninguna parte y sin embargo vivas y reales, convertidas en una parte de ella, de su conciencia y su memoria. En su testimonio terrible de aquellos anos, titulado Esto no lo puedo olvidar, Ana Larina cuenta que algunas veces, cuando creía que empezaban a pasar los peores peligros, se atrevía a transcribir la carta, por miedo no a olvidarla, sino a morir sin que quedara nada de ella, pero entonces, al tenerla escrita, le revivía el pavor a los registros y a los interrogatorios, y de nuevo quemaba el papel, y la carta permanecía a salvo en su memoria, intocada y clandestina, como escrita con tinta invisible.

Cuando se publicó ese libro, sin que a nadie se le ocurriera traducirlo al español, Ana Larina era una anciana de pelo blanco y recogido, con la boca sumida, con gafas, todavía con unos delicados pómulos de rusa: había sido, en los años treinta, una muchacha deslumbrante, de pelo liso y ojos rasgados y serenos, la esposa casi adolescente de un hombre acosado y enérgico que le doblaba la edad. Fue la inmersión en el horror lo que la convirtió en una persona adulta, y sólo gracias al ejercicio obstinado de la memoria pudo preservar a través de veinte años de cárceles la médula de su dignidad personal: hay un espacio íntimo al que no tienen acceso ni los registros de los policías ni las coacciones de los tiranos, un frágil lugar a salvo y un tesoro que nadie nos puede quitar sin quitarnos la vida.Encarcelado el poeta Ossip Mandelstam, que había tenido la osadía de escribir un poema satírico contra Stalin, prohibidos sus libros, confiscados o quemados sus papeles, Nadiezhda, su viuda, conservó en la memoria los versos que de otro modo habrían sido borrados del mundo, y hoy resulta que la memoria de

esa mujer, anulada y proscrita, víctima y viuda en medio de las muchedumbres oscuras de los sojuzgados, de los amnésicos, de los embrutecidos por la monotonía del terror y la obediencia, ha sido más fuerte que toda la formidable planificación de la mentira y el olvido.

Busco entre mis libros las memorias de Ana Larina y las de Nadiezhda Mandelstam, y enseguida pienso en todas las cosas que debieron ocurrir para que esos volúmenes ahora imborrables existieran, para que hayan llegado hasta mi y me permitan ahora el gesto grato y usual que sacarlos de la estantería y de hojearlos: fueron escritos en la clandestinidad, quién sabe en qué condiciones, en qué lugares nocturnos, a la luz de velas o de lámparas débiles, luchando contra el miedo, contra el sueño, contra el desaliento, fueron escondidos y trasladados

-con riesgo para la vida de quienes los llevaban, en copias únicas que fácilmente podrían ser destruidas o simplemente extraviarse, atravesaron fronteras terribles, y ahora los tengo yo, al alcance de mi mano, igual que tengo tantos otros testimonios de la: memoria humana, del afán de guardar y de legar a otros lo que no pueden ni debe ser olvidado.

Escribo esto y enseguida me viene a la memoria un poema de Luis Cernuda que me aprendí hace años: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros... En "Si esto es un hombre", Primo Levi cuenta que en uno de los trances de máxima vejación y espanto del campo de Auschwitz unos versos recordados de memoria de la Comedia de Dante lo salvaron de la desesperación, le devolvieron íntegra y secreta su dignidad humana. Tal vez la superioridad de la poesía proviene de su origen anterior a la escritura, cuando la memoria y la palabra dicha en voz alta ofrecían la única forma posible de transmitir la experiencia. Nunca entiende uno mejor unos versos que cuando se los ha aprendido de memoria, cuando los lleva siempre consigo sin necesidad siquiera del equipaje mínimo de un libro y los puede recobrar a voluntad en cualquier parte, palabra por palabra, íntegros y suyos, sonando con el metal de su voz o ni siquiera esos, dichos en silencio, como se recitaría a sí misma Ana Larina el testamento de Bujarin o Nadiezhda Mandelstam los versos que le depararon a su marido la cárcel y la muerte. "El lector se convirtió en el libro", dice Wallace Stevens en un poema sobre la íntima felicidad de leer que estoy queriendo aprenderme de memoria estos días. Es curioso que en inglés y en francés "de memoria" se diga "de corazón": par coeur, by heart. Sin duda nunca llevamos más en el corazón unas palabras que cuando las guardamos exactamente en la memoria.

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