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Una pedrada como Dios manda

Por alguna de esas perversiones asociativas a las que el azar nos arrastra de cuando en cuando, la otra noche, cuando lo del eclipse de luna ("¡bestial!", sé que chilló tres veces Tita Cervera), me dio por acordarme de una curiosa carta en la que el escritor salamanquino José María Gabriel y Galán (1870-1905), maestro de tantos sin saberlo ellos, daba cumplida cuenta de un eclipse de sol. Por supuesto, pensé al rato que no, que ni me acordaba ni nada, sino que me lo estaba inventando para mejor pasar el trago de una Semana Santa más. Lunático y desvelado, "¡con lo que todavía te queda por hacer!", me puse a perseguir la existencia de tan dudoso papelucho, gatica. Tardé, tardé lo mío; más, ya de madrugada, el epistolario buscado acabó por aparecer de cierto, fantasmal, húmedo y crujiente a un tiempo, 1918. Y allí logré leer, entre estornudos feroces, la carta puesta en tela de juicio, escrita el primer día de junio del primer año del presente siglo.Los primeros momentos, sublimes, de la totalidad del eclipse dejaron firme huella en el alma sensible del poeta: "Callaron todos los pájaros, las vacas y los chotillos se llamaban y huían hacia la majada, descendió la temperatura muchos grados, durmióse el aire, se dejaron ver las estrellas y todo quedó envuelto en una luz que no era cárdena, ni violáce, ni lívida, aunque parecía todas esas cosas ( ... ) Si Dios quisiera matar el mundo de pena, no tendría más que teñirlo de aquella luz por espacio de ocho días". El célebre vaquerillo, que a su lado permanecía aterido mientras semejante luz se adensaba, hizo que babease el maestro cuando expresó eso mismo con diferentes palabras: "Si los clisis jueran largos y amenúo, yo cascaba deseguía!".

De aquella luz, que era y no lívida, violácea y cárdena, se componía la Semana Santa de antaño. Bajo esa luz, al menos en la estepa castellana, era leído con arrebato todo cuanto dejara escrito en tinta clara el popular Gabriel y Galán: El ama, El Cristu benditu, El embargo, Mi vaquerillo... Pero, muy por encima de tantas y sentidas composiciones, una se alzaba a solas por estas fechas: La pedrada. Para empezar, empezaba así: "Cuando pasa el Nazareno/ de la túnica dorada,/ con la frente ensangrentada,/ la mirada del Dios bueno/ y la soga al cuello echada..." Hablaba de una procesión rural, repleta de sollozos y plegarias, dolientes misereres y hachones encendidos: "Caminábamos sombríos/ junto al dulce Nazareno,/ maldiciendo a los judíos,/ que eran Judas y unos tíos,/ que mataron al Dios bueno". Privado de malicia capitalina para desternillarse de risa con tal definición de los judíos, observaba la escena un rapaz ("una precoz criatura") mordiéndose a rabiar los labios. Se fija en el sayón inhumano, negro para más inri, "con el látigo en la mano" y ganas de azotar a Jesús. Gabriel y Galán, pendiente de continuo de esos niños a punto de dejar de ser niños, salta a ser hábil cronista deportivo con el fin de narrar la siguiente hazaña.

Primer movimiento: "Se sublimó de repente,/ se separó de la gente,/ cogió un guijarro redondo,/ miróle al sayón de frente/ con ojos de odio muy hondo". Segundo movimiento: "Paróse ante la escultura,/ apretó la dentadura,/ aseguróse en los pies,/ midió con tino la altura,/ tendió el brazo de través". Tercer movimiento: "Zumbó el proyectil terrible,/ sonó un golpe indefinible,/ y del infame sayón,/ cayó botando la horrible/ cabezota de cartón". Revuelo en el graderío: '':Oooo-oh!" Y, máscara farisea de una admiración de veras, esta pregunta coral bramaba: "¿Por qué, por qué has hecho eso?" A lo que el rapazuelo, tocado de moral sudorosa y atlética, contestaba un tanto agresivo: "Porque sí, porque le pegan/ sin hacer ningún motivo". Unamuno bendecía la ética y la estética de la cristiana descalabradura. José María Pereda celebraba que versos de esa especie llegasen para purificar "este ambiente frío y sepulcral en que nos envuelve la tendencia malsana de los libros al uso". Y Salvador Rueda no se cansaba de repetir: "Eso es poesía, eso, y no alquimia". Mientras tanto, aplicado lector de Balmes, Gabriel y Galán solía preguntarse en estos días de sacro padecer: "¿Somos los hombres de hoy/ aquellos niños de ayer?" En cualquier caso, ahí sigue aquella luz abrileña, eclipsada, que ni es ni deja de ser violácea, lívida y cárdena.

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