Sarajevo
Comprendo la irritación de un ciudadano de Sarajevo de religión ortodoxa, católica o judía (o no creyente) al abrir un periódico occidental y leer que el Gobierno musulmán negocia con serbios y croatas el fin de la guerra en Yugoslavia. Comprendo su irritación porque yo siento algo parecido cuando en Madrid se habla. de la minoría catalana al referirse al grupo parlamentario pujolista. En ambos casos se toma una par-, te (musulmanes allí, pujolistas aquí) por el todo (el Gobierno republicano de Bosnia-Herzegovina, Cataluña), como si en Sarajevo sólo hubiera musulmanes o en Cataluña todos fuéramos nacionalistas conservadores.El asunto es más serio de lo que parece, pues estas irritantes sinécdoques obedecen en realidad a una corriente de fondo que mueve a nuestras sociedades en sentido contrario a los vientos dominantes -los vientos del universalismo, la interdependencia y el mestizaje- y que allí donde acierta a expresarse en términos políticos se transforma en una temible carga de profundidad contra el Estado de derecho. Parece como si los ciudadanos europeos, acostumbrados a frecuentar un ágora más pequeña y exclusiva, donde sólo se permitía la entrada al hombre blanco, no se sintieran debidamente pertrechados para comerciar y debatir en un plano de igualdad, de isonomía, con los ciudadanos de otros continentes y buscaran refugio bajo las faldas de la tribu, la raza, la lengua o la religión (o de todas las cosas a la vez) para no tener que asumir sus responsabilidades públicas. Lo cierto es que a escala local asistimos a un nuevo asalto de la nación a la república y, a escala continental, a la formación de grandes bloques políticos de base cultural, donde la religión -o el sustrato religioso que ha quedado- vuelve a imponerse como factor de cohesión.
Se acusa a vascos y catalanes de aldeanismo y etnocentrismo, pero me temo que los españoles en su conjunto, salvo honrosas excepciones, están aquejados del mismo mal, como los británicos, los franceses y los alemanes. Podría hablarse de una reacción popular ante un paneuropeísmo de despacho, o de la resistencia de los decrépitos Estados nacionales a delegar sus poderes soberanos en organismos supranacionales, pero resulta que los propios ciudadanos del país más poderoso del planeta -un país multiétnico y multiconfesional- padecen la misma enfermedad.
El exterior sólo cobra algún sentido cuando están en juego los intereses locales más inmediatos (la defensa de unos cuantos puestos de trabajo, el mantenimiento de un alto nivel de consumo energético, la envidia ante un competidor que exporta más de lo que importa). Las llamadas guerras del fletán, del atún o de la fresa, así como la guerra comercial entre Estados Unidos y Japón, o los conflictos que muy pronto van a estallar en todo el mundo por el agua, son buenos ejemplos de esta tendencia, pero también la propia guerra del Golfo. Cuando se trata de asegurar el control de los pozos petrolíferos y de las grandes rutas energéticas, se interviene en los asuntos internos de un país sin ningún miramiento. En caso contrario, hay que esperar a que funcionen a pleno rendimiento los pelotones de limpieza étnica para mover un dedo a favor del agredido.
Aunque de momento, sólo operan ciertos rudimentos burocráticos (algo así como un funcionariado andante que despierta la animadversión en todo el mundo), el Estado mundial parece necesario, y no sólo por una cuestión de supervivencia de la especie -monopolio de la bomba, conservación en el planeta de unas condiciones de vida favorables para el hombre-, sino como instancia de arbitraje y mediación entre los distintos bloques imperiales, enfrascados ya en interminables guerras fronterizas, que suelen estallar, a modo de erupciones y terremotos, allí donde las placas culturales que los sustentan entran en colisión.En este sentido, el conflicto yugolsavo, como el caucásico, podría leerse también en clave religiosa -la lucha a tres bandas entre católicos (croatas), ortodoxos, (serbios) y musulmanes (que curiosamente carecen de un término étnico con que identificarlos)-, y eso explicaría las simpatías que unos y otros despiertan en las grandes potencias regionales: rusos con los serbios, alemanes con los croatas y turcos con los musulmanes. Pero si en el caso de serbios y croatas dicha lectura permite entender lo que está pasando allí, en los Balcanes, en el caso de los llamados musulmanes la lectura étnica y confesional sólo sirve para encubrir la indecisión y la pasividad de las democracias europeas, que parecen no haber aprendido la lección de la guerra de España. Porque Sarajevo, digan lo que digan los periódicos occidentales, no es la capital de un Estado musulmán, sino la capital de un Estado laico, republicano, donde el concepto de ciudadanía prevalece todavía sobre el de nacionalidad.
De un nacionalista serbio y de un nacionalista croata puede decirse que en realidad quieren lo mismo: un Estado nacional, pura y simplemente nacional, limpio de etnias y minorías extrañas. Lo único que distingue a un Milosevic de un Tudjman, o a un chetnik de un ustachi, es la religión (de ellos o de sus antepasados). Por lo demás son exactamente iguales: cuando la Gran Serbia se contempla en el espejo vaticano comparece la Gran Croacia, y viceversa, pues también los patriarcas ortodoxos guardan bajo siete llaves una corona imperial en Constantinopla, la segunda Roma, con la que coronar al futuro campeón de la cristiandad, ese hombre providencial de origen serbio, griego o ruso que está llamado a proseguir la reconquista balcánica hasta el final, plantar de nuevo la cruz en lo alto de la cúpula de Santa Sofía y expulsar a los infieles de suelo europeo. Sarajevo, en cambio, como el Madrid de nuestra guerra, no ha sido durante estos años una ciudad de nacionales, sino una ciudad de ciudadanos, asediada por los clásicos paletos del interior -carlistas,polpotistas- que nunca pudieron soportar la existencia en su sacrosanta tierra patria de esa Babilonia en miniatura corrompida por. el mestizaje y la convivencia entre personas de distinta etnia o religión.
Por segunda vez en este siglo la república ha sido derrotada en suelo europeo tras una feroz guerra civil, aunque al menos esta vez las tropas nacionales (de serbios y croatas) no han entrado en Madrid (en Sarajevo). El mal, sin embargo, ya está hecho, y los serbios de la capital, víctimas del delirio nacionalista de sus líderes, desentierran a sus muertos y huyen masivamente a zona nacional para evitar represalias de sus conciudadanos. Las imágenes de esos ataúdes amontonados en las cajas de los camiones muestran de un. modo brutal el carácter atávico e irreversible del éxodo balcánico, un éxodo que afecta en mayor o menor medida a todas las nacionalidades implicadas. Remover la tierra de los cementerios, interrumpir el des
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