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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Qué Europa?

NADA REDUCE más las posibilidades de éxito de una política que el permanente cuestionamiento de la misma por quienes están llamados a aplicarla. Como tampoco hay nada más peligroso que el ensalzamiento de objetivos políticos a la categoría de dogmas. En el prudente alejamiento de estos dos extremos debiera estar la actitud que los miembros de la Unión Europea han de adoptar ante los ingentes retos a que se enfrenta en los próximos años. Éstos son nada menos que la creación de la moneda única, la negociación de las aportaciones financieras de sus socios, la reforma de la política agrícola y de los fondos estructurales, la ampliación al Este y al Mediterráneo y la adaptación de sus instituciones a todos esos procesos.Sin embargo, cada vez son más los miembros de la Unión Europea que se escoran hacia los extremos. Unos se aferran a la textualidad de los términos del Tratado de Maastricht. Otros intentan dinamitar por todos los medios aquel acuerdo histórico de 1991. Hace tiempo que la UE dejó de tener en el Reino Unido a su miembro díscolo, y en Grecia, al incumplidor. Hoy son los países punteros los que expresan sus graves reservas sobre el futuro común. Las diferencias entre Alemania y Francia crecen, y con ellas, los interrogantes sobre este proyecto europeo.

La Conferencia Intergubernamental (CIG) que inaugurarán los jefes de Estado o de Gobierno el 28 de marzo en Turín debería clarificar hasta qué punto están hoy dispuestos los miembros de la UE a mantener aquel compromiso, adoptado en una situación muy diferente a la actual. Y deberán marcar el pistoletazo de salida para la necesaria reforma de las instituciones europeas, que sigue funcionando con 15 socios prácticamente con los mismos mecanismos que cuando sólo eran seis.

Tanto la Comisión como el Parlamento han elevado ya sus dictámenes ante la cumbre de Turín que se inclinan por una mayor integración y mayores competencias comunitarias, en detrimento de la competencia de los Gobiernos. Pero la resistencia a esta vía casi federalista parece crecer sin cesar en las capitales de algunos miembros. El Reino-Unido ha dado ya a conocer su programa, que se centra precisamente en impedir esa integración.

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Ahora, la oposición a la vía recomendada por Bruselas y Estrasburgo ha recibido un refuerzo de máximo peso desde París. Francia se ha declarado partidaria de un recorte de poderes a la Comisión Europea y se adhiere a lo que se ha venido en llamar la Europa de las dos velocidades. Se trata de imponer una Unión cada vez más intergubernamental, en la que la Comisión, vacía de poder político, no sea más que un instrumento gestor de las decisiones de los Gobiernos. Y en la que el Parlamento Europeo vea recortados sus escasos poderes a favor de los Parlamentos nacionales. La propuesta de Chirac consagra en primer plano la idea del núcleo duro en el desarrollo de la construcción europea.

La Europa de dos velocidades ha sido defendida también por Alemania. Y parece perfilarse como un mal menor inevitable. Pudiera incluso convertirse en elemento positivo para la construcción europea si logra evitar lo que parece ser la pesadilla del canciller Kohl: que los países con menos posibilidades o voluntad para sumarse al primer vagón paralicen la integración. Pero puede ser la peor de las soluciones si lo único que pretende es que se imponga a todos el eje franco-alemán. Permitir que los más rápidos impongan sus decisiones a los más lentos es lana solución disgregadora. Pero la apuesta capital ahora es lograr en Turín un nuevo denominador común, como se hizo en Maastricht. Si el núcleo franco-alemán se descompone y países como España, Italia o los integrantes del Benelux pierden la motivación para la convergencia, el proyecto de la Unión Europea podría estar próximo al naufragio. Urge por ello volver a encontrar una base compartida por todos, tanto en lo que respecta a objetivos como a plazos.

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