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Crítica:TEATRO - "TESTAMENTO"
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Amor y metafísica

En primer lugar hay una historia de amor homosexual. Un episodio de amor homosexual es aparentemente igual a otro heterosexual: personas amadas, personas rechazadas, negaciones, recurso sexual a la prostitución. Sólo aparentemente: hay, luego, algunos dolores diferentes, algunos roces sociales que son de otras cuerdas del arpa del dolor. Se sabe que es así porque los personajes lo dicen entre sí y porque, en algunos momentos del drama, o tragedia, algunos espectadores se ríen sonoramente, de manera que no se deje de advertir su conversión a ridículo de alguno de estos dolores, de algunas ilusiones o esperanzas.Lo hacen para mostrar una distancia de su sociedad, quizá de un grupo que lo reprueba y que ahora en el mundo conservador -desde Estados Unidos a España- vuelve a reprobar lo que antes admitió. O reprueba que se hable de ello. Habrá un día otra clase de censura distinta de la actual. Estas personas se desolidarizan de la acción, de la palabra, de la situación: porque estén dentro de ella y lo oculten, porque estén absolutamente fuera. No creo que lo esté nadie, si se elimina la cuestión de homosexualidad: todo el mundo, hombre o mujer, ha pasado en su vida por situaciones amorosas parecidas. Si no, ya las pasará.

Testamento

De Josep Maria Benet y Jornet; traducción al castellano de Albert Ribas Pujol. Intérpretes: Juan Diego, Chete Lera, Armando del Río. Iluminación: Juan G. Cornejo. Escenografía: Jon Berrondo. Dirección: Gerardo Vera. Centro Dramático Nacional. Madrid, Teatro María Guerrero.

En segundo lugar, hay una situación terminal. El personaje central (Juan Diego) tiene sida, avanzado, y va a morir. Esa parte domina mucho: es una comedia agónica, de despedida: su propio nombre lo significa. Entonces todos estos amores, posibles o imposibles, o mercenarios, se tiñen de esa despedida y de una considerable, desesperación. Como la enfermedad no es indiferente al tema de la homosexualidad, sin que yo pretenda con esto desmentir la campaña de que no hay grupos de riesgo, sino que todos estamos expuestos a lo mismo (tiene su utilidad social: relativa. También es perjudicial), las formas de amor que se muestran están teñidas de una desesperación mayor.

Finalmente, todo lo dicho va a parar a una especie de metafísica, o más bien de escatología, porque de lo que trata es de los fines más que de los principios. Se habla sobre los tiempos: el profesor es medievalista, el alumno preferido, que simultanea con la profesión de estudiante la de chapero, ha escrito un bello ejercicio sobre Raimundo Lulio. La complicación de que, además, vaya a tener un niño con la hija del amado (no correspondiente) de su profesor parece complicar las cosas. No, según el autor: es una promesa de optimismo. Puede ocurrir que ese hijo, que él querría considerar como suyo -perdón, si no me siguen-, siéndolo de su discípulo, le hace presagiar un futuro bueno. Tiene "la esperanza, irracional, estúpida, puesta en un lejano futuro donde este dolor cobraría un sentido que, por ahora, de ningún modo podemos comprender". Yo no lo comparto, sin necesidad por ello de ser menos irracional o menos estúpido: lo soy de otra manera. Incluso me es un poco indiferente, o enormemente indiferente, cómo será el dolor de amar y el de morir dentro de cientos de miles de años. No tengo esa sensibilidad.

Recados de contestador

Teatralmente, la obra es muy somera. Los tres personajes se mueven en escenas de dos en dos, más una cantidad considerable de conversaciones telefónicas y recados de contestador: diez, doce, no sé. En las preceptivas, tanto una cosa como otra están condenadas. En la economía teatral -cuestiones de nómina- es altamente recomendable. Las preceptivas no condenan porque sí, sino porque para el espectador hay una pesadez en la acción. Algunos la consideran mayor aún por la obviedad del amor o los amores que se debaten, incluyendo la brizna de relación hombre-mujer que no parece haber interesado a ninguno de los dos protagonistas de ella, y de la que dramáticamente sólo queda el niño, como una flechita hacia el futuro: no hay que abortar, porque será nuestro -el autor incluye a los espectadores continuador. Aunque la obra es corta, y no llega a la hora y media, puede hacerse aburrida y cansada.No es culpa del director, Gerardo Vera, que tiene evidentemente que resolver las escenas de dos personajes y las interrupciones telefónicas como puede, y las mutaciones de cuadro: felizmente lo hace con sobriedad y conocimiento, y la escenografía simple, el decorado de luz, ayudan. No todo el mundo estuvo de acuerdo con ello y, al final, mientras se aplaudía a los actores, había algún abucheo, algún pie duro, contra Gerardo Vera. Debe ser por otras razones: por su trabajo en la obra sería demasiado injusto. Es bueno y sobrio. Los reproches son más para la obra que para el director. En cambio, el autor -que tiene un gran prestigio de autor: y es razonable- salió muy bien parado. Nadie tanto como el eje de la obra, el actor Juan Diego, sobrio y sencillo dentro del horror en que vive. El papel del que recibe las impresiones y las angustias está bien llevado por Chete Lera; y el tercero en discordia, el joven Armando del Río, cargado con todas las culpas sociales para la sociedad bien pensante, no resulta buen actor pero sí vital y fuerte; es más vivo que la literatura de los otros.

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