Y 6. De especie protegida
En dos opiniones publicadas el pasado año en EL PAÍS, Luis Landero y Antonio Pérez-Ramos abordaban con una gravedad embebida de ironía o fría clarividencia el desmantelamiento de la enseñanza literaria en los institutos y la degradación imparable de nuestra lengua. Su voz de alarma ante la trivialidad venal, la sustitución de la cultura por su simulacro, el conformismo borreguil y el abandono de la ascesis inherente a la creación por la gárrula iconografía mediática ilustraba la impotencia angustiada del artista inmune a los espejismos y trampantojos de una modernidad incontrolada e irracional, de un supuesto, mundo feliz de irresponsabilidad ilimitada.¿Qué hacer frente al histrionismo, pasarela de gala, cultivado empobrecimiento moral y mental, desertización del paisaje humano, simonía del don, devaluación incesante de la palabra?
La literatura es producto del hambre integral y se dirige al universo integral, dije en otra ocasión parafraseando al escritor bosnio Tzevad Karahasán: es fruto del hombre material y espiritual, sutil y craso, compuesto de razón y de instinto; obra del hambre en el que anidan los sueños y el anhelo inconfesado o confeso de trascendencia y cuyo agnosticismo racional se complementa con la inteligencia intuitiva del corazón. La busca del éxito inmediato y el aplauso fácil excluyen lo inmerso y anónimo en la «creación, aquella labor humilde y recatada por la que el artista y poeta no serán recompensados nunca.
En el centro de la berlinesa Alexander Platz, protagonista de la espléndida novela de Alfred Doblin y arrasada después por los bombardeos aliados al fin de la Segunda Guerra Mundial, las autoridades de la difunta República Democrática Alemana alzaron una gigantesca torre circular, visible siempre desde el otro lado del muro, que albergaba su antena de televisión estatal y un restaurante panorámico giratorio desde el que los clientes disfrutan, segmento por segmento, de una vista privilegiada sobre la ciudad. Junto a los descampados y ruinas, bloques de viviendas grises y desangelados, reconstruidos, se diría, con cicatera maldad, conforme a los cánones de una estética de fealdad sañuda, el visitante encaramado a la cima puede contemplar también los tejados rojizos de unos pocos edificios prusianos del siglo XVIII que escaparon indemnes al fuego y devastación. Simétricos, armoniosos, trazados con un rigor y exigencia insólitos, su perfección sólo puede ser captada desde arriba.
Una conciencia artística y profesional llevada a tal extremo, me conmovió. ¿Habían previsto acaso sus artífices que siglos más tarde centenares de personas atalayarían a diario su obra desde el avieso descubridero de cemento erigido como símbolo de un sistema caduco y condenado también a la ruina? ¿Habían intuido la invención de aviones y artefactos celestes, de instrumentos de visión y fotografia aérea? ¿O trabajaron sencillamente para Dios y sus ángeles, inflamados por la fe que iluminaba sus vidas? ¡Tanta belleza y rigor destinados a permanecer incógnitos eran en cualquier caso fruto de artistas cuyo anhelo de perfección agregaba a lo perceptible por sus conciudadanos una parte preciosa y secreta, vedada, sin intrusos, territorio del sacrificio a lo sagrado, pura llama de amor sin retribución alguna! (1).
Idéntico empeño abnegado y silente, de quien alquitara el verso y se enzarza con él en tenaz cuerpo a cuerpo, busca la ingravidez de la materia verbal y el peso específico de la palabra es la substancia misma de la literatura. No importa que el miope no la advierta y admire a moco de candil lo barato: esfuerzo no rentable, impuesto por una exigencia intima, será reconocida quizá, mero azar, años o centurias más tarde.
Lo sumergido en la obra literaria la mantiene a flote como el iceberg: la nitidez y fulgor manifiestos no existirían sin ella. No obra muerta, como se dice del bague, sino callada sustentación: núcleo irreductible a la superficialidad de la imagen, densidad, espesor, radicalidad salvífica.
No importa que quienes sostienen el rigor ético de toda creación estética sean cada vez más escasos. Con uno solo bastaría. Su rareza y condiciones de subsistencia difíciles deberían inducir no obstante a un eventual Ministerio del Medio Ambiente a declararlos desde hoy especie protegida.
1. Estas reflexiones me fueron inspiradas por la relectura de la novelística de Carlos Fuentes.
Babelia
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