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CINE

Magnética como los ojos de una serpiente

Hay películas facilonas (que abundan, por desgracia), las hay duras y difíciles, y hay también proyectos que parecen sencillamente imposibles, pero que una vez hechos se dirían armados con sangre, sudor y mucho coraje; películas que pegan como un trallazo en la cara, tal es la desmesura de su apuesta. Con su aire de derrota vital profunda, su impecable distancia moral respecto de lo narrado y su tempo narrativo fatalmente circular, como circular es la vivencia de sus personajes, Leaving Las Vegas es justamente una de esas películas.Su apuesta es radical e inconmovible, jamás perturbada por el menor atisbo de piedad, por el más leve desfallecimiento: el británico Mike Figgis, tan autor como suele -es responsable del guión, la realización y la música-, ha batallado por poder hacer la película así, tal como es, contra viento y marea. Lo ha conseguido, y de sus imágenes se desprenden sentimientos tan hondos y terribles, que incluso los habitualmente pacatos y conservadores miembros de la Academia de Hollywood no han tenido más remedio que tenerla presente en sus candidaturas al Oscar. Por una vez, con justicia.

Leaving Las Vegas

Dirección: Mike Figgis. Guión: M. Figgis, según la novela homónima de John O'Brien. Fotografía: Declan Quinn. Música: M. Figgis. Producción: Lila Cazès y Annie Stewart, EE UU, 1995. Intérpretes: Nicolas Cage, Elizabeth Shue, Julian Sands, Richard Lewis, Steven Weber, Valeria Golino. Estreno en Madrid: Luchana, Tívoli, Acteón, Canciller, Aluche, Gran Vía, Renoir (Cuatro Caminos) y Renoir (Plaza de España).

Leaving Las Vegas parte de una novela autobiográfica de un escritor que publicó muy poco en vida, John O'Brien, y que harto de emborracharse sin remisión, terminó pegándose un tiro en la cabeza. Viene de ahí, de su experiencia terrible en el cultivo de una de las mayores debilidades humanas -el alcoholismo-, la verdad de la película, que Figgis ha sabido captar tan bien.

Mirada de un cineasta

La mirada de O'Brien es la del cineasta, y en ella no hay ningún lugar para el juicio moral: ese alcohólico irredento, que jamás se arrepiente de lo que es y desea (impresionante Nicolas Cage, comedido, casi púdico en un papel tan proclive al desmán... y que no se salga de madre es una virtud tanto suya como de Figgis, qué duda cabe); que no engaña a esa prostituta tan atractiva como desvalida (gran papel para Elizabeth Shue, también aspirante a Oscar) porque jamás le promete enmienda, es uno de los personajes más desgarrados y tremendos que nos haya legado el cine norteamericano en muchos años.No hay juicio moral, pues, y sí mucha inteligencia para mantener, por espacio de casi dos horas, el pulso de una narración absolutamente presidida por los dos personajes, con la botella como tercera en discordia y con un tono de claustrofobia evidente. Sólo un guión férreamente escrito y más primorosamente rodado puede garantizar que el filme se mantenga vivo.

No es, como puede imaginar el lector, una película fácil de ver, ni se lo propone. Es desasosegante, desagradable en ocasiones, pero tan magnética como los ojos de una serpiente. No hay en ella la menor contemplación, ni ninguno de esos ingredientes más o menos cómodos que mantienen la atención del respetable: suprimida desde el comienzo la opción redentora, sólo cabe esperar un final irreversible sin que nos sea posible, además, la identificación con un personaje como el aquí descrito.

Y el que nuestro hombre apure su vida hasta el fondo de un vaso en esa supuesta meca de las oportunidades materiales, en esa cristalización del sueño americano que es Las Vegas convierte al filme en una irónica metáfora sobre el destino humano, más cruda aún porque está irreversiblemente al servicio de la autodestrucción más salvaje, completa y definitiva que se haya visto en un cine en el que ciertamente no faltan espejos deformados en los que mirarse.

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