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El enemigo estaba en casa

Un centenar de norteamericanos pasó información a la URSS durante y después de la II Guerra Mundial

La Unión Soviética tuvo más espías norteamericanos en lugares vitales de Estados Unidos de lo que se creía hasta ahora. Su labor no siempre pasó inadvertida para los servicios de contraespionaje, pero no fueron detenidos ni procesados porque eso habría dejado al descubierto algo que era mucho más importante para EEUU: sus éxitos en la decodificación de los mensajes enviados desde Washington y Nueva York hasta Moscú.La Agencia Nacional de Seguridad ha hecho públicos esta semana documentos, que hasta ahora eran secretos, en los que se pone de manifiesto que EE UU tenía al enemigo en casa y que la leyenda de la infiltración de agentes era una realidad: alrededor de cien norteamericanos situados en lugares estratégicos pasaban información a la URSS durante y después de la II Guerra Mundial. Uno de ellos era el físico Theodore Alvin Hall, que trabaajó en 1944 y 1945 en Los Álamos, en el proyecto de construcción de la bomba atómica. En colaboración con Klaus Fuchs -espía atómico alemán integrado en la delegación británica-, Theodore, conocido como el agente MIad, informó sobre la primera prueba atómica, en julio de 1945, y consiguió hacer llegar a los soviéticos las líneas generales de la bomba que poco después se dejaría caer sobre Hiroshima y Nagasaki.

MIad, que tiene 70 años, vive en el Reino Unido y su reacción a las acusaciones ha sido siempre la misma: no confirma ni desmiente. El científico, que tiene cáncer y la enfermedad de Parkinson, se remite a una nota de su abogado en la que se dice que no sería bueno para su salud entrar en discusiones sobre acontecimientos ocurridos hace medio siglo.

Otro pez gordo del anillo de espías sería Alger Hiss alto funcionario del Departamento de Estado durante la guerra y uno de les acompañantes del presidente Roosevelt en la conferencia de Yalta. Las investigaciones de la Oficina de Servicios Estratégicos -antecesora de la CIA- indican que Hiss trabajaba para Moscú desde 1935 y que formó un pequeño núcleo de espías reclutados entre su familia. Todos ellos habrían recibido condecoraciones soviéticas por sus servicios. Hiss tiene ahora 91 años y su hijo desmiente todo.

Además de estas dos personas, en los documentos se identifica como agentes o informantes a otros funcionarios, científicos y periodistas, como Lauchlin Currie, del círculo de asesores del presidente Roosevelt; William Ullman, del Departamento de Guerra; Jay Joseph Julius y Jane Foster, de los servicios de espionaje; Harold Glasser y Harry White, del Departamento del Tesoro, y May Price, secretaria del influyente columnista Walter Lippman.

La mayoría de los infiltrados fueron públicamente denunciados a principios de los años cincuenta por Elizabeth Bentley, una mujer que también había trabajado para la URSS. Elizabeth Bentley confesó al FBI y declaró después ante el infame Comité de Actividades Antiamericans de la Cámara de Representantes, uno de los instrumentos de la caza de brujas.

Casi todos los señalados por el dedo acusador -Harry White murió de un infarto después de la denuncia- se acogieron a la Quinta Enmienda de la Constitución, que reconoce el derecho a no declarar contra uno mismo. Hubo investigaciones, pero el Gobierno norteamericano no estaba dispuesto a presentar las pruebas contra los acusados, porque eso significaba enseñar las cartas y reconocer que se había conseguido descifrar parcialmente las claves de los mensajes que los espías enviaban a Moscú. El esfuerzo hecho por los servicios de espionaje de EE UU durante más de 30 años para descifrar las comunicaciones se agrupa en el denominado prograrna Venona, del que proceden estos documentos que se acaban de dar a conocer. A pesar de que los soviéticos conocían, gracias a la labor del histórico agente Kim Philby, los avances de decodificación de los norteamericanos, los detalles del programa Venona han sido siempre celosamente guardados por el Departamento de Justicia y la Agencia Nacional de Seguridad, que hasta la fecha se niegan a dar más detalles de los estrictamente superfluos.

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