Julia, Roberts y John Malkovich reconstruyen sin ninguna emoción el mito del Doctor Jekyll
El conjunto de la filmografía de Jack Lemmon deja ver en él a un coloso del cine
Tres rostros conocidos en todo el planeta ocuparon ayer, frente a los focos, el gran escaparate de la sala Intercontinental, donde los creadores de las películas dan aquí la cara por su trabajo en ellas. La guapísima (más todavía en persona que en pantalla) Julia Roberts, y el sobrado de kilos (de ojos burlones y pinta de experto vividor) Stephen Frears defendieron su Mary Reilly, nueva y gélida versión, desde un desaprovechado ángulo inédito, del mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, personaje interpretado por John Malkovich, que no acudió.
Dos horas después le tocó a Jack Lemmon aguantar la agresión de los innumerables flashes y las preguntas, de los centenares de periodistas que indagaron en su expansiva y amistosa presencia. El conjunto de la obra de este celebérrimo intérprete, a lo largo de casi medio siglo, deja ver a uno de los colosos de la pantalla, un genio del cine.Cuentan que al director británico Stephen Frears no le salieron las cosas como él quería durante el rodaje de Mary Reilly, que tuvo lugar hace casi dos años y es ahora cuando por fin entra en pantalla. Se han filtrado ficciones y desavenencias entre Frears y los productores, que han conducido a criterios encontrados en el montaje y a tres finales distintos de la película. El que aquí hemos visto juega con un efecto visual truculento y con pinta de resultado de un diseño informático. No es convincente.
En, realidad -salvo los aspectos mecánicos de la imagen: decorado expresionista, inquietante música, eficaz ambientación, buena fotografía tenebrista, ágil encadenamiento exterior de planos carentes de ritmo interno-, poco o nada convincente hay dentro de esta enésima conversión en cine del mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde creado por Robert Louis Stevenson. La originalidad del (inédito) punto de vista de esta recreación, que consiste en contar la archiconocida historia vista desde la mirada de la sirvienta de la casa, Mary Reilly, es desaprovechada de forma clamorosa por el guionista Christopher Hampton, que no aporta más que una definición sumaria y elementalísima de este personaje inexistente -o existente sólo como sombra- en la novela.
Julia Roberts apechuga por tanto con la difícil misión de dar carne a un personaje sin esqueleto y el resultado lógicamente no se sostiene en pie. La brillantez del oficio de Frears hace parecer que la chica existe y se mueve, pero lo que vemos moverse es Julia Roberts, no Mary Reilly, fantasma que deambula en forma de sueño de un sueño, sin lograr independizarse de la actriz, que es una hermosa señora, pero que no es precisamente de la estirpe de Anna Magnani, Ingrid Bergman o Carmen Maura, capaces de dar consistencia a un vacío y carne a un personaje sin esqueleto.
Y, para colmo, a John Malkovich le da otra vez por ponerse a hacer matices mediante muecas y termina de hundir el tenebroso, pero paradójicamente preciosista, castillo de. naipes. Este actor, pese a demostrar calidad en otras películas, no es Fredric March, Spencer-Tracy o Jean-Louis Barrault, que con Rouben Mamoulian, Victor Fleming y Jean Renoir, respectivamente, hicieron tres prodigiosos y completamente distintos Jekyll. El monstruo Hyde compuesto por Malkovich -por mucho efecto digital que le echen a su consabida risita de perverso de laboratorio y a su caída de ojos a lo satánico- en realidad se queda en lelo de baba.
Posibilidades expresivas
A Jack Lemmon no le hace falta la informática para volar y hacernos volar por encima de las nubes. Le basta agarrarse como un náufrago a la flotación de un vaso de bourbon en Días de vino y rosas; ponerse a teclear como un poseso en trance su máquina de escribir en Primera plana, dar un repaso como mandan los cánones de la jerarquía de la nobleza de los rostros al embajador norteamericano en Chile en Missing, intentar despertar a Shirley MacLaine después de descubrir que ha vaciado entre pecho y espalda un puñado de somníferos en El apartamento; multiplicar hasta la extenuación los alquileres de la entrepierna de la puta parisiense Irma la dulce para ser él solo quien la acapare; montar una bronca de esposa neurótica del orden y la limpieza al marido haragán Walter Matthau en La extraña pareja para recorrer de hocico a rabo un registro tan ancho y variado de posibilidades expresivas que sería inconcebible por inhumano si no estuviera ahí, a diario, en la pantalla del Royal Palast, al alcance de cual quiera que todavía conserve un poco de capacidad de asombro.
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