Campañas transparentes
Sabemos que la embriaguez perturba en las personas eso que llamamos las facultades mentales, y desde antiguo ha sido tenida en cuenta a la hora de medir la responsabilidad de los autores delictivos; sin embargo, en ocasiones la ley atenúa la responsabilidad del borracho, pero en otras la agrava; hasta aquí, según la ley. Según nuestra experiencia, el borracho se comporta de manera diferente de su pauta habitual de conducta en momento de ausencia de alcohol, pero he aquí que a veces extrema el lado grato de su personalidad, y, en otros casos, aparece el lado más desagradable y hasta protervo. Hay el borracho fino y ceremonioso, pesado a fuerza de pasarse de educación, y hay el borracho faltón, violento, pegón y chulesco; desaparecida la borrachera, vuelven a su ser natural, o sea, inhibido por su propia razón. Una deducción corriente es que, al emborracharse y desenfrenarse, el borracho saca lo que lleva dentro, la cortesía o el matonismo, según los casos; según esta conclusión que con seguridad no responde, en su obtención, a las exigencias de la más cuidadosa psicología, nadie es tan uno mismo como cuando está borracho.Pues lo mismo, me parece, sucede con las campañas electorales. La campaña es periodo de tensión psicológica, se puede ganar o perder, es como hacer unas reñidas oposiciones, y no sólo el orgullo de ganador y la humillación de perdedor, también el bien que se defiende o apetece, el poder (acompañado tantas veces de golosas ventajas económicas) conduce a que los campeadores hagan lo que habitualmente no harían, o no lo harían con tanta desinhibición y desenfreno. No quiero llevar la comparación hasta el extremo de afirmar que los candidatos tienen perturbadas sus facultades mentales; pero sí que extreman sus naturales condiciones, que procuran tensar hasta el riesgo de partirlas, de modo que dan una imagen de sí mismos tan realista que parece surrealísta. Y no vale decir que las campañas tienen mucho de histrionismo premeditado; también los disfraces pueden desvelar la más honda intimidad; y, sobre todo, el disfraz no se impone; se sugiere, y el candidato elige. En resumen, las campañas producen excesos que iluminan el género que se saca a concurso electoral. Sobre todo, se exacerban en campaña los comportamientos de facción, el sectarismo natural y apenas reprimido ya en la vida diaria; no de todos los candidatos, sino de los que llevan en el alma el espíritu faccioso; se solidarizan, engallados, con el miembro de la tribu que ha sido sorprendido en falta, el grupo predomina sobre las ideas, se extrema el comportamiento sectario incluyente y excluyente. En lo que se distinguen mejor es en el uso de la palabra, hasta el punto de que el insulto llega a ser el medio normal de expresión, porque se trata de desmontar al enemigo más que de demostrar la excelencia de las propuestas propias. Parece inevitable que se hagan juicios de valor sobre el adversario, pero no es lo mismo descalificarlo por hechos pasados de referencia e imputabilidad precisas -que pueden, desde luego, ser valorados con excesivo rigor, y aun desfachatez- que inventarse el maniqueo, conectando al adversario con fechorías pasadas que no son suyas, o imputándole fechorías futuras producto del mal deseo, es decir, del mal que se pretende que el adversario personalice.
Sin embargo, el modo denigratorio y sectario no es un fenómeno pasajero, de campaña. Ni son los políticos sus exclusivos, ni siquiera más importantes protagonistas. En este ruedo ibérico contemporáneo son especialmente meritorios los profesionales del insulto, los que usan de pluma o micrófono y soporte difusor. Ya cuidan ellos, día a día, de que nadie se despinte, es decir, pierda un adarme del espíritu sectario. Son los guardianes celosos, y vociferantes por su propia función, de esa brutalidad nacional que no llega a las manos pero rezuma de las bocas. Hasta los atentados más repugnantes les brindan ocasión para depurar la técnica del insulto a los que no han sido autores pero son adversarios; son, a la vez -en sentido metafórico, se entiende, no quisiera ofender a perro alguno- jauría y perreros en un solo ser.
Políticos y periodistas que insultáis y denigráis, y mantenéis en vilo el espíritu sectario, sois beneméritos de la patria que os agradece la incansable defensa de nuestra sagrada libertad de insultar y calumniar, en cuyo feliz disfrute vivimos, amparada ya por firme práctica y seria jurisprudencia. En campaña electoral no hacéis más que dar lo mejor de vosotros mismos. De donde resulta la sabia utilidad de estos periodos electorales: por sus campañas los conoceréis.
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