Empleo, formación y cohesión
El empleo es, si se leen los programas de los partidos, el tema estrella de la contienda electoral. La prioridad no es sólo española: domina la escena europea, es un elemento esencial en la americana y comienza a convertirse en preocupación en Japón. La cuestión no reside tan sólo en proponerse crear puestos de trabajo, sino cómo hacerlo en un contexto de mundialización económica de indudables efectos positivos, pero que al mismo tiempo está sacudiendo peligrosamente la estabilidad social y la actividad económica de las. democracias industrializadas.Ello coloca al triángulo empleo-cohesión-bienestar en el centro de las preocupaciones y, de manera más profunda, plantea la necesidad de reconsiderar el trabajo tal como se ha concebido en la era industrial.
En este contexto, la formación permanente integrada con el tiempo de trabajo es un instrumento básico para que los ciudadanos puedan responder con responsabilidad y flexibilidad a estos nuevos desafíos.
El proceso de globalización económica en marcha supone una completa redistribución de cartas y poderes a escala mundial. Ya no quedan mercados cautivos ni monopolios tecnológicos; las técnicas de producción, dirección y comercialización se crean, copian y emulan sin cesar, y los capitales cruzan las fronteras a la velocidad del rayo, todo lo cual plantea la necesidad de reajustes continuos. En la escena global, la perspectiva es de un relativo equilibrio entre Estados Unidos, la Unión Europea y el Lejano Oriente. Esta zona, con Japón como potencia regional y China como centro emergente, es la que más terreno ha ganado, aunque no tenga aún una articulación política o económica definida; Estados Unidos ha recuperado mucho del terreno perdido en los ochenta, a costa de una reducción en el nivel de vida y un aumento de las desigualdades que hacen sonar la alarma ante la desaparición de la "América cívica". En el caso de la Unión Europea, su papel futuro está muy ligado a su capacidad de realización efectiva de los compromisos de Maastricht -de ahí la urgencia de la moneda única y también de la unión política-, aumentando la competitividad al tiempo que se preserva lo esencial del modelo social europeo.
Además están los llamados "nuevos países industrializados" -países latinoamericanos, asiáticos y europeos del Este- que se han ido incorporando al mercado mundial desde la década de los setenta y que, partiendo del bajo coste de su fuerza de trabajo, han ido ocupando áreas productivas.
Este proceso de globalización está cuestionando los presupuestos y certidumbres básicas del modelo de sociedad industrial. Para responder a su crisis, la ideología neoliberal, encargada en la América reaganiana y la Gran Bretaña thatcheriana, predicó en los ochenta la reducción del coste de trabajo y la flexibilidad a ultranza, con el desmantelamiento, del Estado de bienestar como panacea. El modelo alternativo, el denominado capitalismo renano por Michel Albert, optó por niveles de formación elevados, criterios de calidad estrictos e implicación en el trabajo. El balance económico ha sido globalmente más favorable a países que han optado por este segundo modelo, como son Japón, Alemania, Italia, Suecia u Holanda.
En el momento actual, la respuesta dominante en la Unión Europea sigue este camino. Desde principios de año se han producido la cumbre social alemana, el pacto por el empleo en Portugal, el acuerdo sobre la mediación de los interlocutores sociales en España, y hasta la patronal británica ha dado un significativo giro a favor de una política salarial y de participación más favorable... El presidente Santer acaba de proponer un pacto de confianza por el empleo a nivel europeo.
Reacción que no es extraña a la revuelta francesa de diciembre, en donde una derecha tecnocrática triunfante trató de imponer su durísima receta, atacando frontalmente no sólo derechos adquiridos, sino sobre todo haciendo caso omiso de la in quietud por la fractura social denunciada por el mismo Chirac en su campana. La misma comprensión de la población con un movimiento corporativo en sus inicios expresa un malestar de fondo difuso frente a una crisis de porvenir a la que sólo se ofrecen respuestas económicas. El hecho es que se está extendiendo entre los ciudadanos un creciente escepticismo acerca de los sacrificios que se piden hoy para obtener beneficios futuros.
En el marco más concreto de las empresas, también repercute este malestar.
Tradicionalmente, más beneficios significaban mejores remuneraciones y mayor seguridad en el trabajo.
Hoy es frecuente que las grandes corporaciones anuncien a la vez aumento de beneficios y reducciones de plantilla. Ciertamente, no es sólo una pasión por la dieta la que ha llevado a muchas empresas al downsizing o al dégraissage casi anoréxicos, hasta el punto de que algún ingenioso consultor ha podido reescribir el cuento de Blancanieves... y los cuatro enanitos
Por eso, el empeño de generar empleo hoy tiene que acompañarse de la preocupación por el mantenimiento de los principios del Estado de bienestar y la cohesión social.
Ello exige la voluntad política de proponer, explicar, negociar y también escuchar, no confundiendo firmeza con prepotencia y, sobre todo, no reducir las fórmulas a planteamientos simplistas y provocativos. Así, la recurrente propuesta del despido libre como panacea equivale a argumentar que la pena de muerte es el mejor método para defender el derecho a la vida, o la flexibilidad sin límites supone la vuelta al nomadismo...
La responsabilidad compartida de los líderes políticos, económicos y de opinión es encontrar respuestas que demuestren que la "creación destructiva" del capitalismo global puede crear también y ser beneficiosa para la mayoría, no sólo para algunos.
Además de propuestas innovadoras, como la redistribución social del trabajo o la reducción del horario, la mejor inversión es, y será, en una sociedad en la que el conocimiento se está convirtiendo en el mayor generador de riqueza: formar personas responsables, autónomas y con capacidad de emprender.
Ello implica concebir la vida como un proceso de formación permanente, integrada con el tiempo de trabajo, superando las fases clásicas y separadas de su concepción actual.
Cada vez es más anacrónico un sistema que aparca a una parte sustancial de la juventud en la búsqueda fetichista de títulos, dificultando su conexión con la vida activa; que concentra el esfuerzo productivo entre los 25 y los 50 años, excluyendo y marginando a partir de esa edad a una parte no despreciable de la población; que relega a un escalón inferior a los que carecen de formación básica, y que sigue discriminando a la mujer.
Hay que hacer del aprendizaje, injustamente minusvalorado a menudo hoy, un verdadero emprendizaje, convirtiendo la clásica colocación en un contrato de actividad.
En esta línea sería de gran utilidad para los jóvenes universitarios la creación de un marco jurídico de reconocimiento y protección de las prácticas de formación -los stages- realizadas en periodos vacacionales o académicos. Asimismo, el desarrollo de una política de residencias y alojamientos que les permita estudiar y emanciparse en condiciones dignas.
Otra medida de gran impacto sería el reconocimiento legal de la formación continua y permanente, cuya financiación debe arbitrarse por vía pública y privada a partir de convenios entre autoridades estatales, autonómicas y locales con sectores empresariales y profesionales, aprovechando también fondos europeos.
La respuesta al desafío de la globalización llenará prioritariamente la próxima legislatura en España y en Europa, y aún irá más allá. Sólo podremos construirla potenciando al máximo nuestro capital humano, para que pueda actuar con responsabilidad y flexibilidad.
Enrique Barón es eurodiputado y miembro de la Comisión de Exteriores del Parlamento Europeo.
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