La casta brava
Pla / Guerra, Encabo, DávilaNovillos de Hernández Pla, con trapío, encastados, bravos. Julián Guerra: estocada tendida y cuatro descabellos (silencio); estocada (división y saluda). Luis Miguel Encabo: bajonazo descarado perdiendo la muleta, rueda de peones -primer aviso-, dos descabellos, pinchazo, estocada caída -segundo aviso- y dobla el toro (silencio); pinchazo hondo, ruedas de peones y dobla el toro (división y saluda). Dávila Miura: pinchazo perdiendo la muleta, pinchazo, media pescuecera, dos pinchazos, estocada, rueda de peones -aviso- y dobla el toro (silencio); media que escupe, estocada y rueda de peones (aplausos y salida al tercio). Plaza de Valdemorillo, 5 de febrero. 2 a corrida de feria. Lleno.
El primer novillo revolcó a Julián Guerra y estuvo a punto de cogerle más veces porque se revolvía. No era un pregonao sino un toro de casta brava, de la variedad de los avisados, y se podía torear según la técnica desarrollada durante siglos, que perfeccionaron los maestros en tauromaquia. No se trata de un arcano ritual ni de una regla secreta: cruzarse con el toro; parar, templar y mandar, se llama esa figura.
El propio Julián Guerra pudo experimentarla: cuando citaba al hilo del pitón, presentaba el pico, descargaba la suerte -esos trucos-, el novillo se le venía al bulto; cuando se cruzaba con él, conseguía embarcar la embestida y llevarla dominada.
Espectadores de nuevo cuño, toreritos noveles, oyen estas cosas y se quedan perplejos pues, no habiendo visto nunca torear como Dios manda, creen que son teorías de libro, utopías de aficionado soñador. Si las oyen los taurinos, se echan las manos a la cabeza y tachan de ignorante a quien las diga. Los taurinos (a salvo excepciones) tienen muy cortas las entendederas.
Los taurinos obtusos -y los espectadores nuevos y los novilleros principiantes- ven a las figuras resolver en triunfo sus actuaciones sin cruzarse con los toros, ni cargar la suerte, aliviándose con el pico además, y no entienden para qué sirve esa regla consagrada por los maestros en tauromaquia que repiten hasta la saciedad los aficionados soñadores.
Claro que ven ese sucedáneo de toreo pero no ven al toro. No parecen darse cuenta de que el toro es tora, vaco gordinflón subproducto descastado. Pues si fuera el toro íntegro de casta brava, al estilo del que saltó al barrizal de Valdemorillo, o se le toreaba cruzado con las de parar-templar-mandar cargando la suerte y ligando los pases, o había que salir corriendo.
Y esto hicieron los jóvenes espadas del festejo valdemorillano: correr. Pegaban un muletazo y ponían pies en polvorosa. Luis Miguel Encabo con especial empeño, y no paraba, el hombre, hasta el punto de que muchos pases se veía forzado a darlos en plena carrera. No es que los extraordinarios novillos de Hernández Pla quisieran coger; lo que querían era embestir. Y embestían, algunos con codiciosa bravura; por encima de todos el segundo que, agónico por efecto de los espadazos, aún trotó buscando pelea hacia el centro del redondel.
Dentro de las limitaciones dichas, Guerra cuajó corajudos naturales al cuarto y Dávila Miura mostró en la hondura de sus pases de pecho y otros detalles de la lidia que tiene metido en la cabeza (acaso sea en el corazón) el sentido del toreo. Caía a cero la temperatura, llovía y a la afición no le importó: el apasionante juego de las reses la reconfortaba. Toros de casta brava, nada menos, había allí: de lo que ya no queda.
Babelia
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