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Tiempo de planetas

Las últimas décadas han sido generosas en descubrimientos astronómicos que han ido perfilando una imagen grandiosa del universo. Un universo en expansión, de aspecto cambiante a lo largo de sus miles de millones de años de historia, poblado de los objetos más extraordinarios y marco de procesos a escalas y energías apenas accesibles a nuestra intuición. Así, las supernovas y el mecanismo que activa su aparición espectacular en los últimos momentos de la vida de estrellas de pacífica apariencia no sólo han iluminado nuestro cielo, también las páginas de los periódicos y la curiosidad de los lectores; las galaxias, los agujeros negros, la materia oscura o el Big Bang han recorrido, con rapidez asombrosa, el camino que va de los textos científicos especializados al lenguaje ordinario, proporcionándonos abundante munición de metáforas para referirnos a casi cualquier fenómeno de la vida económica, política o personal... con escaso tino, a veces.Bueno, pero nosotros no vivimos sobre uno de esos monstruos gigantescos y coléricos; resulta incluso difícil de imaginar que nada parecido a la vida pueda existir en ambientes tan movidos. Nosotros vivimos sobre un planeta más bien minúsculo, relativamente estable, al menos a escalas de millones de años, al abrigo de una estrella, el Sol, que por más que nos resulte entrañable no deja de ser uno de los más mediocres objetos que pueblan nuestra galaxia, por no hablar de lo que ocurre más allá. Un planeta que sería imperceptible para cualquier observador externo, por mucho que se nos acercara, en términos astronómicos, a menos que dispusiera de una tecnología de exquisita precisión, o se diera de bruces con nosotros. Un planeta, por otra parte, que ha visto nacer y desarrollarse la única forma de vida que conocemos, un extraño fenómeno que, tras miles de millones de años de evolución, ha dado lugar a nuestra especie, a seres capaces de sentir curiosidad por lo que les rodea y preguntarse, una vez que han descubierto la vastedad del espacio en el que flota su mundo, qué tiene éste de particular. ¿Es que se trata de un fenómeno único o poco frecuente en el universo? ¿Es que esos extravagantes objetos celestes que nos asombran son la regla, y los planetas como el nuestro, la excepción?

Semejante conclusión no parece muy aceptable. Estrellas parecidas al Sol, con propiedades y pautas de formación similares, hay por miles de millones en nuestra propia galaxia, de modo que resulta más bien inverosímil la idea de que no existan cortejos de planetas del estilo del sistema solar en otras zonas del espacio. No hay razones a favor de una especie de singularidad del Sol, ni en lo que a la posesión de planetas se refiere ni en ningún otro aspecto. No parece que deba detenerse en este punto el proceso, iniciado en tiempos de Galileo, que ha ido alejando a la Tierra y al sistema solar de cualquier posición o status central en el universo. El problema está en la dificultad de detectar cuerpos diminutos y oscuros como los planetas, situados en las cercanías de estrellas lejanas, cuya luz los alumbra pero al tiempo los oculta a nuestra vista, incluso a la vista poderosa de los más modernos telescopios.

En cuanto a los planetas de nuestro propio sistema solar, parientes cercanos de la Tierra, la dificultad está no en certificar su existencia, sino en explorarlos y ver si contienen o han contenido algún vestigio de vida. Durante las dos últimas décadas se ha lanzado al espacio una flotilla de sondas encargadas de aproximarse a la práctica totalidad de los cuerpos que lo componen, observarlos y enviamos los datos obtenidos. Por lo que hemos aprendido de esas expediciones, no hay rastros de vida en ninguno de ellos, aunque no está descartado que en algún momento' de su vida alguno, Marte por ejemplo, haya dispuesto de condiciones propicias para su aparición. La búsqueda de vida fuera de la Tierra ha de desplazarse, así, más allá de los confines del sistema solar y alcanzar otros sistemas estelares, si es que existen. Este objetivo, impensable hasta hace bien poco, se nos ha ido acercando a medida que nuestros instrumentos de observación se han ido haciendo más precisos, encontrándonos seguramente en vísperas de una eclosión de descubrimientos planetarios.

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Paradójicamente, los primeros planetas de los que se tuvo noticia, fuera del sistema solar, son cuerpos extraños alrededor de un cuerpo todavía más extraño, una estrella pulsante de neutrones, de hermético nombre, PSR B1257+12, resto de la explosión de una estrella masiva, a la astronómilca distancia de 1.400 años luz de nosotros. Sea lo que sea ese lejano complejo de cuerpos celestes, no puede tener nada que ver con un sistema estelar formado por una estrella brillahte en el centro que irradia luz y calor a un conjunto de cuerpos menores en órbita alrededor del astro central. Parece sensato pensar que la búsqueda de planetas del estilo del nuestro debe concentrarse sobre estrellas cercanas parecidas al Sol.

El pasado mes de octubre, dos astrónomos suizos anunciaron el descubrimiento de un planeta masivo en órbita alrededor de la estrella 51 Pegaso, ésta sí del estilo del Sol, situada a unos 40 años luz de nosotros, verdaderamente nuestro barrio en términos galácticos. Llevaban más de diez años midiendo cuidadosamente el movimiento de docenas de estrellas, intentando detectar la ligera oscilación que produciría en su posición el giro de un planeta, es decir, poniendo de manifiesto su impacto sobre el astro central y no su poco plausible imagen directa. Esa oscilación es en todo caso minúscula, y tanto menor cuanto más lejos esté y menos masivo sea el planeta que la origina. Un equipo de astrónomos de California confirmó unos días después el hallazgo de los suizos, contribuyendo a afinar los parámetros que parecían desprenderse de la observación: nada menos que un planeta del orden de la mitad de Júpiter, que, recordemos, es más de mil veces más voluminoso que la Tierra, orbitando a una distancia increíblemente pequeña, tan sólo la veinteava parte de la distancia que separa la Tierra del Sol, siendo su año, es decir, el tiempo que tarda en completar una órbita, de cuatro días terrestres aproximadamente.

Verdaderamente es difícil creer que un objeto tan grande pueda encontrarse tan pegado a su estrella de referencia, lo que ha provocado el escepticismo de gran parte de la comunidad científica. No es que sea imposible, no todos los sistemas estelares que existan han de ser una copia de nuestro sistema solar, pero resulta bastante raro, por lo que todo el mundo espera nuevas confirmaciones del descubrimiento, sin descartar que pueda tratarse de otro tipo de cuerpo celeste o de fenómeno.

La NASA, por su parte, ha reorientado su programa científico en el sentido de darle mayor prioridad, y dedicar los recursos necesarios) a la búsqueda de planetas fuera del sistema solar, a la vista de que el empeño no sólo es interesante, sino que empieza también a ser factible. A corto plazo, el programa es una simple continuación de lo que ya se viene haciendo, intentar detectar planetas directamente, muy difícil incluso si son del tamaño de Júpiter o mayores, o indirectamente, a través de las perturbaciones inducidas en la posición de la estrella central, tal y como ya se ha descrito. A más largo plazo, la apuesta es más ambiciosa y pasa por colocar alguna sonda fuera de la Tierra para escudriñár el cielo en busca de señales de agua o de otros compuestos Propicios para la aparición de la vida, o producto de la actividad biológica, procedentes de las cercanías de una estrella. En todo caso, el objetivo, será el aproximadamente millar de estrellas que se encuentran a menos de unos cuarenta o cincuenta años luz de nosotros.

El plan detallado de la NASA ha sido presentado en San Antonio (Tejas) a finales de enero, durante la reunión de la Sociedad Americana de Astronomía, pero el interés que esos planes podían haber suscitado se ha desplazado a. otras novedades planetarias. En efecto, el mismo grupo de científicos que confirmó el hallazgo de los suizos aprovechaba la ocasión para presentar una evidencia independiente en la misma dirección: dos nuevos candidatos a planetas extrasolares.

Uno de ellos, cuya masa se estima en unas ocho veces la de Júpiter, un gigante de dimensiones casi estelares, se encuentra en órbita alrededor de la es trella 70 Virgo, situada a unos 35 años luz de distancia. Su año es de unos 120 días terrestres, y, lo que es más interesante, su temperatura superficial puede estírnarse en 80 grados centígrados, lo que le coloca, excepto por su enorme masa, cerca de los estándares terrestres y de una posible presencia de vida. El otro candidato produce modificaciones en el movimiento de su estrella, la 47 Osa Mayor, compatibles con una masa del orden de tres veces la de Júpiter, un año de unos 1. 100 días y una temperatura superficial muy por debajo de cero grados.

Empiezan a acumularse las evidencias. Por el momento:> no son más que indicios, sujetos a verificaciones más afinadas que los confirmen o los refuten, de, la presencia de planetas gigantes, los más fáciles de descubrir dentro de1a dificultad propia de toda búsqueda planetaria, pero cuerpos fríos al fin y al cabo, prueba de que las agrupaciones de este tipo de astros abundan también en otras latitudes galácticas. La existencia de cuerpos del tamaño de la Tierra es más dura de sacar a la luz y tendrá que esperar a que se pongan a punto técnicas más precisas. Lo importante, empero, es que empieza a desvelarse un nuevo campo de observación astronómica, más difícil y a la vez más modesto que la que se refiere a objetos de magnitudes desmesuradas, pero que nos resulta conceptualmente más cercano. Son sólo indicios, no muy seguros, además, pero son las primeras escaramuzas en el estudio de sistemas de planetas distintos del único que hasta ahora conocíamos; son el anuncio de un tiempo nuevo en el que quizá podamos rastrear la presencia de vida más allá de nuestro horizonte solar.

Cayetano López es catedrático de Física de la Universidad Autónoma de Madrid.

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