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La ampliación de la OTAN

Tanto si gusta o como si apena, el hecho indiscutible es que Estados Unidos ganó la guerra fría, al alcanzar los objetivos sin recurrir a la caliente, lo que hubiera supuesto una confrontación nuclear que podría haber implicado el fin de la humanidad. El triunfo norteamericano se debió a la encomiable y valiente política de reformas de Gorbachov que se plasmó en un doble fracaso de consecuencias incalculables. Por un lado, el mundo occidental ni siquiera reaccionó a la invitación soviética de negociar el fin de la guerra fría, disolviendo de mutuo acuerdo la OTAN y el Pacto de Varsovia, es decir, la hegemonía norteamericana y soviética en Europa. Por otro, el mero intento de reformar el sistema soviético -que exhibía grietas y fracturas por doquier- culminó en su rápido desplome, mostrando que, tal como defendían apologistas y críticos, el comunismo real era irreformable.En el intento de acabar la guerra fría, deshacerse de los países satélites devolviéndoles su soberanía, con el fin de recuperar fuerzas para llevar a buen término las reformas internas, la Unión Soviética se derrumbó ante la mirada atónita del mundo occidental, que no se creía lo que estaba presenciando. El punto de inflexión se produce cuándo la URSS permite la apertura del muro de Berlín, incluso la reunificación de los dos Estados alemanes, al aceptar al fin, después de haberse negado a hacerlo durante casi cuarenta años, la condición impuesta por EE UU: la permanencia en la OTAN de la Alemania unida. Ha pasado inadvertido que el 1 de enero de 1995 se hizo realidad una primera ampliación de la OTAN, al entrar en vigor lo pactado en las negociaciones de los dos Estados alemanes más las cuatro potencias aliadas que precedieron a la unificación de Alemania. La frontera de la OTAN, con la aprobación explícita de Rusia, ha avanzado hacia el Este, hasta llegar al Oder.

Cabría suponer que después de la desaparición del Pacto de Varsovia y el derrumbamiento de la Unión Soviética -entrando Rusia y los demás países de la CEI en un rapidísimo aunque muy conflictivo proceso de occidentalización- la OTAN se plantearía el sentido y alcance de una organización montada en las condiciones y con los objetivos de la guerra fría. Muy significativamente, ninguno de los Estados miembros ha pedido una conferencia refundadora en la que se establezcan los nuevos objetivos que se desprenden de circunstancias muy distintas, sino que todos asumen, sin atreverse siquiera a formularlo, el sentido último de la organización como instrumento de la hegemonía de Estados Unidos en Europa. Ahora bien, que la OTAN no haya replanteado sus objetivos no quiere decir que no los haya modificado de acuerdo con las nuevas circunstancias -no deja de ser revelador que en este segundo contexto se haya producido la primera intervención de la Alianza-, ampliando -también de hecho- su zona de influencia al mundo árabe y al Mediterráneo oriental, donde se presume la fuente mayor de conflictos en el futuro. La OTAN se configura así como el brazo armado de la hegemonía mundial de EE UU y sus aliados.

El fortalecimiento de esta nueva OTAN exige su ampliación, por lo menos, con los Estados de raigambre occidental que accidentalmente cayeron bajo la órbita soviética -Polonia, Hungría, las Repúblicas Checa y Eslovaca-, lo que si por un lado representa un choque frontal con una Rusia que no cuenta ya con carta alguna para oponerse -el no ruso ha dejado de tener la fuerza que tuvo el no soviético, de ahí la confianza del nuevo secretario general de la Alianza de poder convencer a los rusos-, por otro deja abierta, con riesgos evidentes, la cuestión fundamental de la integración de Rusia en el concierto europeo de naciones. Parece elemental no volver a cometer los errores del pasado, aislando esta vez a una Rusia que pretende formar parte del mundo democrático. Su reciente admisión en el Consejo de Europa representa un gesto en la dirección debida.

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