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Tribuna:
Tribuna
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La habitación 19

Se llamaba Hôtel du Printemps y estaba en el distrito 14º. La entrada, con el mostrador de recepción, no era más ancha que un pasillo. La habitación 19 estaba en el tercer piso. Una escalera empinada sin ascensor. Sven y yo subimos lentamente hacia esa habitación. Él había llegado a París el día anterior y éramos amigos desde hacía 40 años.La habitación 19 era pequeña, con una ventana que daba a un profundo patio estrecho.

-La mejor luz es la del aseo -dijo Sven.

Al lado de la ventana había un armario, y el aseo, al otro lado de la cama que ocupaba la mayor parte del espacio, era del mismo tamaño que el armario.

Sobre la plumosa colcha rosada había un portafolios grande, atado con cintas, dos de las cuales se habían roto. Las paredes estaban empapeladas con un papel amarillento que resultaba a la vez triste y amable -como una camiseta que la habitación utilizara para dormir y que nunca se quitara-

A nuestra edad y con nuestro pasado era normal que Sven y yo tuviéramos amigos artistas que hubieran triunfado, que asistieran como invitados de honor a Venecia y se hospedaran en el hotel Danieli y sobre los que se escribieran monografías, con muchas láminas de colores. Eran buenos amigos y, cuando nos reuníamos, nos reíamos mucho con ellos. Nosotros, sin embargo, cada uno a su manera, resultábamos crónicamente pasados de moda o -para ponerlo peor- no vendíamos mucho.

Cuando estábamos juntos -Sven y yo- veíamos esto como un honor, casi como parte de una conspiración. No una conspiración contra nosotros, Diosno lo permita. La conspiración era nuestra: estaba en nuestra naturaleza resistir, él pintando, yo escribiendo. No estábamos en algún lugar entre el éxito y el fracaso, estábamos en otro lugar.

Hace uno o dos años, Sven empezó a padecer la enfermedad de Parkinson. Cuando no sostenía un pincel, su mano temblaba considerablemente. A mí me había dado un tirón en la espalda ese verano recogiendo heno y padecía de ciática.

Así que aquí estábamos, dos hombres mayores vestidos con ropas bastante arrugadas y con las manos no demasiado limpias, recorriendo como cangrejos el estrecho paso que había en torno de la cama de la habitación 19.

La pantalla de la lámpara empotrada en la pared, que tenía una bombilla de sólo 25 vatios, era de color melón. Treinta años antes en esta época del año -finales de agosto- solíamos pasear por los campos de melones de la Vaucluse, Sven con su caja de pinturas y yo con una cámara, una Voejtlander. Hace calor, nos decían sus amigos campesinos, apagan la sed, coged uno cuando queráis.

Retiró la cortina para que entrara un poco más de luz y aire y yo desaté y abrí el portafolios. Dentro había una pila de lienzos que Sven acababa de pintar al temple. Abierto, el portafolios ocupaba casi toda la extensión de la cama doble. Cogí un lienzo y lo coloqué apoyado contra el respaldo de la silla que había a los pies de la cama. Sven siguió de pie. Luego volví a donde estaban las almohadas y me senté con cuidado.

-¿Es el lado izquierdo -preguntó Sven- la ciática?

-Sí.

-¿Es ésta la primera? -le pregunté, indicando la pintura de mar y rocas.

-No, es una de las últimas; no siguen ningún orden.

Tenía una expresión tranquila pero curiosa. Curiosa no de mi opinión, creo, sino de lo que había ocurrido exactamente cuando pintó el lienzo.

Entonces miramos. Hacía mucho calor en la habitación y estábamos sudando, nuestras camisas estaban como el papel de la pared. Después de un largo rato -el tiempo se había parado- me puse de pie.

-¡Cuidado con la espalda! -dijo Sven.

Fui a examinar más de cerca el lienzo de la silla, luego volví a las almohadas y miré.

Lo que estábamos haciendo en la habitación 19 lo habíamos hecho centenares de veces antes en su estudio, o en playas, o fuera de la tienda en la que dormíamos con nuestras familias, o contra el parabrisas de un Citroén 2cv o bajo cerezos. Y lo que estábamos haciendo era mirar juntos fijamente, críticamente, silenciosamente, algo que él había traído. Digo silenciosamente pero frecuentemente en estas ocasiones había música en el aire. Los colores y las luces y las zonas oscuras del lienzo y las huellas de los achaparrados movimientos del pincel -movimientos que lo convertían inequívocamente en una pintura de Sven- componían una especie de música. Podíamos escucharla ahora en la habitación del hotel.

A lo largo de los años, las pilas de lienzos, retirados de sus armazones, han ido creciendo en los desvanes y sótanos de las casas por las que ha pasado. La pila de la cama no alcanzaba los cinco centímetros de altura. En las que yo estoy pensando alcanzaban los dos metros. Una vez terminadas, desechaba las pinturas. Puede que se hicieran compañía unas a otras en sus pilas.

En cualquier caso, nunca había habido tiempo de sacarlas y ofrecerlas al mundo. Había unas pocas excepciones -a veces le daba una pintura a un amigo- A veces un coleccionista independiente le compraba una. Recuerdo a un fabricante de pinturas que vivía en Marsella. El resto de los lienzos pasaron al olvido. Y parecía correcto porque finalmente pertenecían al campo o al petrolero o a la calle o al tráfico o al perro que habían sido su punto de partida.

Después de 40 años ambos aceptábamos este fatalismo que era casi una felicidad. Cuando los lienzos se ponían a un lado, dejaban de preocupar. Ni marcos, ni tratantes, ni museos, ni literatura, ni preocupaciones. Sólo la música muy distante.

Aunque sabíamos esto, cada vez que examinábamos un lienzo recién pintado lo hacíamos con la concentración crítica de unos jueces seleccionando un cuadro para una colección permanente. No nos podían comprar y no nos podían influir.

El segundo lienzo estaba sobre la silla. Me levanté para acercarme.

-¡Cuidado con tu espalda! -me advirtió Sven.

Rocas húmedas vistas desde arriba.

Hoy admito algo que antes no hacía. Sven es el último pintor que mira lo que hay afuera, como hacían Cézanne y Picas

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La habitación -19

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so. No pinta como ellos. No lo intenta. Pero está ahí, con el pincel en la mano, como ellos, con los ojos abiertos del mismo modo, observando inconscientemente. ¿Inconscientemente? Sí, siguiendo, sin preguntar por qué. Esto es lo que hace a estos hombres un poco como' santos y por esto es tanta su modestia.

La luz de donde el sol tocaba las rocas húmedas atravesaba varias capas de pintura como si, imposiblemente, la luz fuera lo primero que se Pintó.

Escrutamos lienzo tras lienzo. Bebimos agua mineral tibia mientras sudábamos. Quizá la habitación 19 del Hôtel du Printemps jamás había estado llena con tal intensidad de mirada. Los lienzos sin estirar, con sus márgenes de blanco desgarrados, arrastrando semanas de miradas en Belle Île, donde habían sido pintados, y nosotros dos estudiando cada trazo de pintura para asegurarnos de que no pasaría nada falso. Y quizá también sería cierto para la habitación 19, aunque nos equivocáramos una vez o dos.

Sven no se sentó nunca. Una vez fue al aseo a echarse agua en la cara.

Un lienzo en el que la masa de una colina verde se deslizaba como la cuchilla de un arado bajo un cielo naranja pálido exactamente en el ángulo correcto para convertir el paisaje en un surco.

-Siempre llevo un huevo de repuesto conmigo -musitó Sven-, por si necesito mezclar más color.

John Berger es escritor británico.

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