Burdo destrozo del talento ajeno
La célebre novela de Nathaniel Hawthorne no se deja fácilmente traducir a un lenguaje visual, porque entrelaza una aventura de nítida acción exterior y un oscuro vendaval interior de personajes sumergidos en un subsuelo de entrelineados. Hawthorne mete al lector dentro de una sofocante metáfora que ha de respirar como aire libre si quiere percibir el misterio de las dos letras escarlatas que le dan cauce. Y adentrarse con una cámara en una trama verista que se escora en un brusco giro hacia lo sobrenatural pide un olfato para la síntesis que los responsables de éste espantoso filme no tienen.La película es inconsistente: está escrita por el obediente (a los profetas de la rentabilidad, que han metido la pata al exigirle que simplifique) Stewart y dirigida por el experto en pompas de jabón Roland Joffé. Hawthorne cuenta, por un lado, la diáfana (pese a su negrura) historia de Hester Prytine, la adúltera condenada por los puritanos colonos ingleses de Massachussets -antes de la independencia de EE UU- a llevar una letra A roja bordada en su vestido, y, por otra, la hermética historia de Arthur Dimmesdale, su amante, el sacerdote que oculta otra A, hecha estigma en carne viva, en el pecho.
La letra escarlata
Dirección: Roland Joffe. Guión: D, D. Stewart. EE UU, 1995.Intérpretes: Demi Moore, Gary Oldman, Robert Duvall. Cines Imperial Fuencarral, Madrid, Vaguada, Albufera, Colombia y Rosales.
Trasladar a la pantalla este doble (triple, si se añade el acecho de la sombra siniestra del marido nigromante de Hester) entramado argumental requiere fundir ambas A, las dos caras (histórica y mística) de la metáfora, en una unidad secuencial; y esto es un tour de force para cineastas que encaran su oficio por la línea de mayor resistencia, única que merece la pena. Pero la solución de Stewart y Joffé a esta, dura de formalizar en cine, materia novelesca es cortarla por lo más sano: suprimen una A y creen resolver la inesquivable dualidad, como si la manera de conjurar el peligro de la cojera fuese amputar una pierna. En esto consiste su puesta al día del relato: mutilarlo de manera deleznable, con grosería de malos lectores y trivialidad de mediocres peliculeros.
¿Algo más que decir de esta infame seudopelícula sobre la infamia, que convierte la trágica letra escarlata en una letruja coloreada por la peste amarilla del happy end? Lo hay, porque difícil es desnudar a Demi Moore y que el respetable no lo agradezca, por mal filmado; más difícil es que Gary Oldman, que si de algo tiene es pinta de listo, parezca un lelo; y mucho más difícil es que Robert Duvall, actor de genio, actúe cómo un manazas aficiona(lo. El engendro entra en la antología del arte, o artimaña, de mentir con la cámara: otro desastre de la sequía de inventiva que asola Hollywood y le lleva a repetir viejas películas y a hurgar en la (más peligrosa para el cine de lo que parece) cantera de la gran literatura.
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