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Últimos adioses

Antonio Muñoz Molina

Para decirle adiós en privado a Gerry Mulligap, que acaba de morirse a los sesenta y ocho años, he vuelto a oír las Canciones que grabó con Chet Baker a principios de los cincuenta, y como el disco en que las tenia es muy anterior a la irrupción de los compactos, el simple hecho de extraerlo de la funda, de ajustarlo en el plato y de adelantar la aguja hasta los primeros surcos del vinilo negro ya era, en sí mismo una cosa como de otro tiempo, una anticuada conmemoración. El saxo barítono de Mulligan y la trompeta de Baker, que en las grabaciones de entonces al canzan un extremo mágico, de concordancia, se oyen con un fondo como de tenue crepitación o de rumor de brasas, y ese ruido, hasta hace poco :nada usual para el aficionado a la música y ahora prácticamente olvidado, agrega una sensación mayor de lejanía al testimonio de dos hombres que ya han muerto, Gerry Mulligan hace unos días, Chet Baker va a hacer pronto ocho años, deshecho por la heroína y el, infortunio, en Amsterdam, tirándose por un balcón. Los dos son muy jóvenes en las fotos del disco, con más aire de deportistas o de actores que de músicos de jazz, Gerry Mulligan con traje y corbata y el pelo rubio cortado a cepillo, Baker con una camiseta blanca, ceñida al pecho y a los bíceps, con un tupe engominado, con una mandíbula y una nariz de boxeador que aún no hubiera recibido castigos demasiado graves. Hay en ellos una convicción de enérgica serenidad y equilibrado entusiasmo que se parece a la de la música que tocaban entonces, limpia de vértigos y de aspavientos, muy intensa y a la vez contenida hasta un límite que no es de frialdad, sino de sigilo, con una ensimismada intimidad de música de cámara: el saxo y la trompeta, y acompañándolos tan sólo el contrabajo y la batería, demorándose en las lentitudes sentimentales de Moonlight in Vermont y My funny Valentine, cobrando de pronto un ritmo cálido de percusiones de trópico. Hay quien dice que Chet Baker no volvió a tocar como entonces. Es seguro que para él y para Mulligan aquellos días de los primeros cincuenta fueron los más solares de sus vidas, y que nunca más hicieron una música tan pura de inspiración y de audacia. La trompeta de Baker traza melodías de líneas rectas y ángulos tan simples y precisos como los de un cuadro de Mondrian. El saxo barítono de Gerry Mulligan tiene una resonancia cóncava, de voz humana profunda, una oquedad magnífica ¿le baúl, del contrabajo y de jarro, subrayada por la delicadeza de las escobillas y los golpes rápidos y secos de los tambores: no hay estrépito, no hay peso ni apariencia de dificultad en esta música, sólo los trances de rapidez y de calma de, una respiración saludable, una sofisticada naturalidad que me hace acordarme de la mejor prosa norteamericana que se escribía justo por entonces, la de. John Cheever o la de J. D.. Salinger.

Termina el disco antes de tiempo, porque ya se ha acostumbrado uno a la duración de los compactos y le incomoda un poco, tener que levantarse para darle la vuelta. En el paréntesis de silencio entre una cara y otra cuando ya roza la aguja los primeros surco y aún no ha empezado la próxima, canción, me sobresalta la idea de que estoy escuchando a dos hombres que ya han muerto, que asisto desde muy lejos a algo que ocurrió unos años antes de que yo naciera, una grabación en un estudio de Los Angeles, en 1951. Por un instante la tecnología me revela su dimensión fantástica: el disco negro en su funda de papel translúcido, el plato del tocadiscos, el brazo terminado en una pequeña aguja de diamante, el amplificador. con sus indicadores digitales, los altavoces, constituyen en realidad una gran máquina dé la memoria como las que inventaba Adolfo Bioy Casares, un artefacto, para la preservación de las voces y las presencias humanas como aquel que en la isla del inventor Morel permitía a un hombre tener siempre cerca de sí la imagen tridimensional, los que estos, la mirada y la voz de la mujer de la que se había enamorado cuando aúnno sabía que estaba muerta.

La isla de ese libro tan breve, tan enigmático y triste de Bioy Casares está poblada por hombres, y mujeres que conversan, que celebran fiestas, toman el sol, escuchan discos y no existen, sino que han sido conservados para la eternidad gracias a los improbables engranajes y émbolos dé una máquina, activada por las mareas, en unas cuantas circunstancias gratas o felices que se repiten siempre, en unas cuantas escenas de perfecta indolencia, trivialidad o, quietud. La colección de discos de un aficionado al jazz y al blues, a la tradición inigualable de la música popular americana, cada, vez va pareciéndose más a esa población de fantasmas que atesora y revive la máquina de Morel: el futurismo admirable de la tecnología nos sirve sobre todo para escuchar voces que de otro modo estarían perdidas, sepultadas como poemas babilónicos en rudos discos de pizarra; los cantantes y los músicos que más nos gustan están muertos o borrados por la vejez; las novedades más incitantes que descubrimos resulta que fueron grabadas hace cuarenta o cincuenta años. Incluso hay veces en que los vivos quieren mezclar sus, voces con las de los muertos: cuando uno escucha a Natalie . Cole cantando Un forgettable al unísono de su padre muerto tiene una sensación muy desagradable, de impudor o de abuso, de necrofilia mercantil. La sequedad de inspiración del presente empuja con frecuencia al saqueo de un pasado que tal vez fue insuperable. Los últimos adioses a los mejores músicos de jazz se parecen mucho a los que dedicamos a los mejores cineastas. Seguirán haciéndose buenas películas, y algunas de ellas se nos volverán inolvidables, pero intuimos que nunca más habrá un John Ford, un Huston, una Ingrid Bergman, un Billy Wilder. Ya no habrá otro Gerry Mulligan, ni otro Chet Baker, ni nadie que sea como Duke Ellington, como Dizzy Gillespie, como Ella Fitzgerald o Billie Holiday. Oímos discos y miramos películas, y sin darnos mucha cuenta nos habitamos. cálidamente la vida con las presencias y las voces de los muertos.

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