Tráfico de confidencias
La capacidad de revelar al público secretos inconfesables se está convirtiendo en uno de los negocios más rentables. Los ejemplos sobreabundan, y no hay por qué recordar aquí los casos más sonados. Pero bastará con advertir que no sólo comercian con lo inconfesable quienes amenazan con delatarlo, sino también aquellos que utilizan las supuestas amenazas de chantaje como coartada exculpatoria capaz de granjearles en compensación alguna indulgencia. Pues tan traficante es el chantajista que amenaza con delatar como el chantajeable que regatea o lloriquea para eludir su responsabilidad. Lo inconfesable, en suma, está en venta, comercializado como oferta de desvelar confidencias destinadas a permanecer secretas. Pero semejante mercancía no sería rentable de no ser porque encuentra una demanda ávida por adquirir revelaciones escandalosas. Con cinismo neoliberal o posmoderno, las lamentaciones sobran: este tráfico de confidencias es legítimo en la medida en que funciona. En democracia rigen las leyes del mercado, donde el consumidor es el soberano: si hay demanda ciudadana de revelaciones, ¿cómo no va a haber oferta pública de confidencias? Por lo demás, también aquí se podría decir que no hay mal que por bien no venga (o, con la fórmula de Mandeville, que los vicios privados producen virtudes públicas). ¿Por qué lamentarse con afectado moralismo de este tráfico de confidencias si al fin y al cabo sus consecuencias últimas resultarían beneficiosas, en la medida en que redunden en una mayor transparencia pública? Si el fin justificase los medios en alguna medida, cabría pensar que este mercado de las delaciones escandalosas, por dudoso que moralmente parezca, puede resultar en definitiva funcional, ya que contribuye a esclarecer la verdad: luz y taquígrafos, como quintaesencia de la democracia decimonónica.Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Es verdad que los mercados son sociedades abiertas (por utilizar la fórmula popperiana) que tienden hacia su máxima transparencia. De ahí que no quepa lugar en ellos para secireto alguno, pues su única ley es la de la publicidad, por lo que debe quedar radicalmente excluida toda información reservada o confidencial, práctica oligopólica ésta que atentaría contra la competencia perfecta. Pero, por mucho que ciertos politólogos, como Downs o Buchanan, hayan postulado la analogía formal entre los sistemas electorales y la competencia de mercado, lo cierto es que la democracia es una institución política irreductible al mercado económico, dado que la competencia entre sus actores oligárquicos es imperfecta por definición, en la medida en que todos postulan como candidatos a ocupar el monopolio del poder. Por eso en democracia no cabe la transparencia perfecta, pues, a diferencia de los mercados atomizados, en política resulta esencial proteger la información reservada y, la confidencialidad de los secretos compartidos, que forman el cemento institucional que suelda y vertebra sus vínculos organizativos.
La democracia, en suma, exige que existan ciertas esferas de las que esté radicalmente excluido el tráfico de confidencias y la revelación de secretos. Y ello por la misma razón de que no todo se puede comprar y vender. E71 puro capitalismo de mercado no excluiría que se negociase con la vida o la libertad de las personas, como demostró el tráfico, de esclavos, pero sí lo excluye la democracia, que exige considerar a las personas sólo como sujetos, y nunca como objetos de compraventa o intercambio. Se puede comprar y vender empresas, pero no se puede comprar ni vender personas, así como tampoco se puede comprar ni vender Estados. Pues bien, del mismo modo, también existen límites infranqueables al tráfico de confidencias: tanto por lo que hace a las personas, por ser sujetos de derechos (como el que se tiene a la intimidad), como por lo que hace al Estado, en tanto que ámbito del derecho. ¿Quiere esto decir que, deben existir áreas reservadas, confidenciales o secretas, legítimamente apartadas de cualquier escrutinio público? Creo que sí, en efecto, sin que afirmarlo signifique sumarse a la patente de corso que, en materia de secretos de Estado, le atribuye al Ejecutivo una reciente resolución del Tribunal de Conflictos de Jurisdicción. La transparencia política debe estar limitada, pues las personas y los Estados tienen derecho al secreto confidencial, aunque su ejercicio deba estar limitado a su vez por el control de algún poder jurisdiccional.
Ese derecho al secreto confidencial puede ser imprescriptible y perenne o predestinado. a extinguirse con fecha de caducidad, caso este último que es más fácil de reconocer. Imaginemos una autoridad monetaria que ha de intervenir en los mercados modificando la paridad o el tipo de interés: es evidente que, desde el momento en que toma la decisión hasta que la ejecuta, debe mantenerla en el más estricto secreto, so pena de arruinarla. Y algo parecido sucede con otras previsiones administrativas, que para ser eficaces deben permanecer secretas. Un curioso ejemplo es el de la Carta Arqueológica declarada secreta por la Comunidad de Madrid, donde se marcan todos los yacimientos arqueológicos localizados en la región (EL PAÍS del pasado día 3, página 1 del suplemento Madrid): esta carta jamás se ha dado a conocer, para evitar el saqueo de los yacimientos todavía sin estudiar, pero es evidente que sus secretos caducan, debiendo prescribir cuando los arqueólogos acaben de' investigar.
Este secreto, necesario para que pueda llegar a buen término el desarrollo eficaz de un proceso, es el que justifica el derecho al secreto de investigación sumarial, común a los casos científico, policial y judicial: los detectives que investigan crímenes deben guardar silencio sobre el curso de sus investigaciones a fin de no arruinarlas por anticipado. Pero este secreto prescribe el día en que la investigación termina con la identificación de los causantes, debiendo hacerse pública inmediatamente. Y lo mismo sucede con el espionaje militar (primer modelo de investigación estratégica), en caso de guerra caliente o fría (y sucia o limpia): los secretos encubiertos, clasificables como materia reservada, siempre deben prescribir más pronto o más tarde, siendo desclasificados y hechos públicos una vez sobrepasada su fecha de caducidad. Cabe esperar, en este sentido, que también los secretos del caso GAL, como los demás episodios anteriores a la guerra sucia contra ETA, terminen por caducar y desclasificarse como materia reservada, haciéndose públicos en cuanto su revelación ya. no amenace la lucha antiterrorista, quizá cuando ya haya prescrito la responsabilidad penal por los hechos delictivos que se hubieran cometido.
Pero hay otros secretos permanentes cuya confidencialidad no puede prescribir. Es el caso evidente del secreto profesional, que impide revelar a la prensa o a los jueces el conocimiento confidencial que se posee sobre la intimidad. de los clientes, como sucede, por ejemplo, con abogados, médicos, sacerdotes, psiquiatras o periodistas. Pero el titular de este derecho no es el profesional, sino su cliente, cuya intimidad debe ser respetada por aquél. El derecho inalienable que hay que proteger pertenece a los ciudadanos, no a los profesionales contratados para su custodia, que sólo pueden revelar en público los secretos que conocen si así lo autorizan explícitamente sus clientes. Pero si las personas de los ciudadanos Poseen este derecho al secreto confidencial imprescriptible (que además no caduca nunca), ¿puede decirse lo mismo de los Estados?: ¿tienen éstos alguna clase de derecho imprescriptible al secreto confidencial9
En sentido abstracto lo poseen en la medida en que el Estado es el conjunto jurídico de todos los ciudadanos, cuyos derechos individuales se condensan agregados en aquél. Pero existe algo más, expresado por la inviolabilidad jurídica de la primera magistratura del Estado (la figura del Rey, en nuestro vigente ordenamiento constitucional), que encarna la autoridad moral del imperio de la ley. ¿Se tiene derecho a difundir en público la información confidencial de que se disponga sobre actos secretos y potencialmente inconfesables del Monarca, tal como recomendaría su indudable rentabilidad en el mercado de las revelaciones sensacionalistas? A pesar de todas las protestas de transparencia, creo que no se debe violar la intimidad de la primera magistratura. Puesto que el Monarca es jurídicamente inviolable, su irresponsabilidad legal no prescribe ni caduca: haga lo que haga, su inmunidad perdura. Pero si la Corona no puede ser acusada de nada, tampoco puede defenderse nunca: carece, por definición, del derecho de defensa, lo que dota al Monarca con el privilegio esencial de la inocencia congénita, situándole en el limbo extrajurídico de una eterna minoría de edad. Por tanto, al igual que los niños son irresponsables de sus actos (razón por la cual la prensa no puede comerciar con los hechos escandalosos protagonizados por menores), también el Monarca resulta inescrutable, y nadie debe traficar con las confidencias que le afecten, lo que equivaldría a un estupro de lesa, inocencia, violando abusivamente su indefensión congénita.Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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