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Regionalismo visceral

Nada menos que en 1921, cuando en España agonizaba aquel tinglado de farsa y corrupción llamado Restauración, publica Ortega la primera edición de su obra España invertebrada, un sagaz librito que se había comenzado a publicar en forma de artículos un año antes. En sus páginas, que debieran ser de obligada lectura en nuestros descafeinados y plúrimes planes de estudio, Ortega denuncia con fuerza el particularismo, al queel gran maestro define como ausencia de conciencia de colectividad. Cada parte se considera como un todo aislado. Y concluye: "La vida social española ofrece en nuestros días un extremado ejemplo de este particularismo. Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos".Hoy, muchos años y muchas cosas después, resulta triste volver a la afirmación orteguiana. Y ello por dos razones: porque el particularismo reina de nuevo en nuestro decurso político-social y por el hecho mismo de tener que recurrir a Ortega a la hora de enfrentarse a una situación actual. Como en alguna ocasión he denunciado, seguimos viviendo del pensamiento que originara aquella generación. Estamos huérfanos de ideas e intelectuales que las fleten, sin encontrar el norte perdido en la diáspora de nuestra última guerra civil, padeciendo una panmediocridad carente de reflexión seria y abundante en charlatanes que sobre todo opinan y de bien poco saben.

Cuando los padres de la patria que engendraron nuestra actual Constitución se vieron en la necesidad, una vez más en nuestra historia, de abordar el convencionalmente llamado "problema regional" es muy posible que quisieran huir del precedente de nuestra Segunda República. Como es sabido, para los republicanos, la concesión de un estatuto de autonomía se entendió siempre, dentro y fuera de la letra constitucional, como algo excepcional y en gran parte pensado casi exclusivamerite para Cataluña, única parte del territorio nacional que llegó a tenerlo y desarrollarlo en tiempos de normalidad política. El vasco se aprobó abierta ya la guerra civil y el de Galicia ni llegó a discutirse en Cortes. No es el momento de detallar las causas. Únicamente apuntar que lo de Cataluña estaba ya comprometido desde el Pacto de San Sebastián y que tuvo en Azaña su gran valedor, en tanto que el estatuto vasco contó siempre con la resistencia de ciertos grupos, comenzando por el socialista. La Constitución de 1931, frente a la generosidad actual, ataba tanto el proceso de concesión como los requisitos iniciales: la existencia de capacidad política de una región para autonormarse medida y declarada por las Cortes. En realidad, nunca se llegó a asimilar este ensayo republicano y no careció de fuerza la reacción que recorrió partes y sectores de la sociedad de entonces, incluyendo a los intelectuales y a los sindicatos. No solamente la derecha.

Frente a esta forma de encarar el problema, nuestros actuales constituyentes elaboran un título VIII abierto a todas las regiones. Y ello tras ceder en términos jamás utilizados en el texto de 1931. Frente a la excepción, lo conocido como "café para todos". Para aspirar ansiado estatuto, en principio visto como panacea y curalotodo, el elenco de razones se abrió generosamente: comunes características históricas, culturales o económicas y hasta solitarias provincias "con entidad regional histórica" (artículo 143). La manga del constituyente no pudo ser más amplia. Ciertamente se prohibían las discriminaciones entre comunidades autónomas y se llamaba a la solidaridad intentando espantar la posibilidad de "privilegios económicos y sociales" (artículo 138). Hasta aquí la letra y el que supongo buen catálogo de intenciones para evitar, precisamente mediante la generalización de los procesos autonómicos, las sensaciones de agravios comparativos.

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Pero, lógicamente, han venido los hechos y ha transcurrido el tiempo suficiente para la meditación. Está claro que la aspiración a la autonomía se convirtió, por cierto que sin razón científica alguna para ello, en algo consustancial a la transición a la democracia. Se hicieron términos o demandas similares. Ahí estaba la carga histórica y el pasado dejaba ver su presencia. Conseguir una cosa suponía solventar la otra. Tengo, para mí, sin embargo, que no se ha conseguido el objetivo.

Ante todo porque, como ya quedó señalado en el mismo proceso de elaboración constitucional, la herida no se cerraba con la fórmula elegida. Y ello por dos razones. Quienes entonces aspiraban a más, concretamente Cataluña y el País Vasco, siguen en la brecha de su aspiración. El estatuto no ha sido para ellos más que un paso. Un primer paso. No lo ocultan y el conflicto sigue planteado. Por otra parte, quienes vieron sus iniciales techos competenciales reducidos o sometidos a plazos, pronto gritaron lo injusto del agravio. A lo de "democracia y autonomía" se suma, de, inmediato, lo de ''autonomía plena, ya". Ende, no hay nada cerrado. Con lo grave que supone que un país se levante cada mañana cuestionándose nada menos que su forma de Estado. Pero así es. Unos hablan de federalismo; otros, de Estado plurinacional; unos, de clara autodeterminación, y otros, de que jamás aceptarán que "su caso" se trate igual que el del vecino.

Hemos llegado a la palabra clave: precisamente, el vecino. Pienso que, secularmente, el punto de mira y comparación de cualquier español ha sido el vecino. Ser igual y más que el vecino puede que sea endémica tendencia hispana que algo tenga que ver con alguno de nuestros pecados capitales. Lo del vecino como punto de referencia se vio aumentado con lo del colega al confirmarse el escalafón de esto o aquello. Y al advenir la democracia apareció un nuevo enemigo feroz: el compañero de partido. Las fobias se han extendido, pero siempre en función de la cercanía del otro. Por eso es muy posible que únicamente seamos tolerantes con lo distante: la lejana víctima de un terremoto o el lejano sufrimiento de alguna guerra civil. En cuanto que "lo otro" se nos acerca, lo que aflora no es precisamente tolerancia.

Hablé hace años de que en. España aparecía lo que me atreví a llamar una especie de "regionalismo visceral". Es decir, el "por qué nosotros no lo mismo", que, si bien se piensa, es la otra cara del hispano "y más tú". Y por ése regionalismo visceral, fruto del apasionamiento y no de la razón, España se lanza, cual de si empresa de locura nacional se tratara, a buscar "lo diflerente, precisamente para justificar, o al menos intentarlo, la quebrada igualdad y la inexistente solidaridad. Y naturalmente, el proceso, cuestionado el principio; no tiene fin. La nación, la patria, la unidad, la igualdad, el sentimiento de lo español, aunque garantidos en la letra de la Constitución, entran en declive precisamente porque a la postre, cualquier individuo, cualquier provincia, cualquier aldea y hasta cualquier barrio acabará por encontrar el argumento para sentirse diferente. Rousseau no anda muy lejos de esto. La terrible pregunta es quién marca el fin. Quién pone el límite. Y con qué razones. A estas alturas del cuento hemos vuelto al particularismo orteguiano y quizá a su sufrido "conllevar". La imagen es triste. Frente a la prédica europeísta de eliminar fronteras y diferencias, el empeño de construirlas, incluso desde el invento o la falacia, en la antaño común piel de toro.

Está claro que uno no tiene la solución a mano. Y que duda que exista. Pero sí parece meridianamente insoslayable el punto de partida para cualquier intento de abordar el problema. Sustituir lo visceral por lo racional. Mientras el problema regional se mueva en el terreno de los sentimientos, de los supuestos agravios, de los recelos y de los prejuicios, no daremos un solo paso adelante en su definitiva solución. O volveremos a los parches para ir tirando, o la irritación colectiva dictará el veredicto. De lo visceral no ha salido nunca. nada bueno, ni dentro ni fuera de España.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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