Tantas oportunidades perdidas
El presidente del Gobierno, en uso de las atribuciones que le concede la Constitución, firmará esta semana el decreto de disolución del parlamento y de convocatoria de elecciones generales. En las democracias parlamentarias, la prerrogativa de disolver el Parlamento es un arma que utiliza el Gobierno con el propósito de aprovechar la coyuntura que considera más favorable a sus intereses. En nuestro caso, sin embargo, el presidente disuelve porque el Parlamento ha perdido todas las oportunidades de afrontar la crisis política arrastrada desde ya no se sabe cuándo y sólo le queda el recurso de su disolución. Una de esas oportunidades fue la de haber reconocido a su debido tiempo la responsabilidad política que a él personalmente le incumbía en todo lo que, hace ahora justamente un año, negó haber ordenado, consentido o tolerado. Seguro que Willy Brandt tampoco ordenó, conoció ni toleró que uno de sus secretarios trabajara como espía del enemigo, pero no dudó en reconocer la responsabilidad que le correspondía en el caso y presentó de inmediato la dimisión. Nuestro presidente ha perdido, sin embargo, la ocasión de aclarar a sus electores qué significa exactamente asumir la responsabilidad por la interminable serie de escándalos ocurridos bajo su Gobierno.Aunque desperdiciara la oportunidad de dimitir a tiempo, pudo haber aprovechado al menos la de demostrar que el Parlamento sirve para algo más que para aprobar las leyes y, dada la profundidad de la crisis, haber solicitado formalmente la renovación de su confianza. Lucubración propia de universidades y academias, se juzgó en alto lugar esta sugerencia: buena falta hacía presentar una cuestión de confianza si el apoyo de CiU era firme y seguro. Y así pasó también la ocasión de comprobar si, para garantizar la estabilidad de un Gobierno en apuros, un debate parlamentario pudiera ser más eficaz que una conversación telefónica o un rato de charla en la intimidad. Y puestos a perder oportunidades, se ha dejado escapar una de oro: definir el lugar de los nacionalismos en el Gobierno del Estado y formar, con el mismo Parlamento, un Gobierno de coalición. Cierto que no hay dos socios si uno no quiere pero los socialistas prefirieron mantener con los nacionalistas catalanes una sociedad como vergonzante y seguir solos en un Gobierno casi provisional antes que presionar a sus socios a entrar en él si realmente querían que la legislatura continuase. Hemos disfrutado así de la peor fórmula posible para afrontar una crisis: un Gobierno de minoría e interino con un incierto y frágil apoyo parlamentario.
Quedaba todavía una última oportunidad por explorar: la presentación de una moción de censura. Pero en este caso, una oposición carente de programa, insegura de la capacidad de su líder para salir airoso de un debate parla mentario, abierta al coqueteo con la izquierda de la Cámara pero negada para el pacto con los partidos nacionalistas, no acertó más que a clamar reiterada y vanamente el ya célebre "¡Váyase-señor González!", acaso el más va cío discurso parlamentario que se haya oído en un Congreso no caracterizado precisamente por la riqueza de sus discursos. Dimisión de presidente; cuestión de confianza; Gobierno de coalición; moción de censura: son mecanismos previstos en la Constitución y a los que se suele echar mano en las democracias parlamentarias con sistema electoral proporcional antes de recurrir a la medida extrema de disolver cuando va poco más que mediada la legislatura. Aquí no sólo no se han utilizado sino que se han juzgado como ocurrencias de gente ociosa. Pues bien, ahí está el resultado: una convocatoria de elecciones recibida con la mezcla de frustración y escepticismo que acompaña a las decisiones forzadas por el cruce de múltiples impotencias. No nos llaman a votar para salir de la crisis; nos llaman porque, después de haber perdido tantas oportunidades para solventarla en el Parlamento, no les queda más remedio que acudir a las urnas a ver qué pasa.
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