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En nombre del pueblo

Un líder de reciente aparición en el panorama político declaraba hace pocos días a un importante medio de comunicación: "La Cataluña auténtica está mejor representada por mi partido que por aquel otro". La sentencia, como ejemplo, valdría igualmente si en vez de Cataluña se hubiera hecho referencia a España o a cualquiera de sus comunidades. Lo importante es la rotundidad desacomplejada de la afirmación.Para el declarante resulta anecdótico que "el otro partido" tenga más de tres veces el número de votos que el suyo ha obtenido en las últimas elecciones. Tampoco tiene trascendencia, para el declarante, el hecho de que su residencia habitual se encuentre a más de 600 kilómetros del lugar sobre el que se manifiesta. Es incluso irrelevante que uno de los ejes de la campaña electoral de su propio partido hubiera sido precisamente una pretendida defensa del pluralismo. Ahora resulta que en este pluralismo caben, ciertamente, proyectos distintos, pero sólo uno es el auténtico, los demás ni sirven ni responden a los intereses reales de la Comunidad, porque así lo dispone y decide el prepotente declarante.

Debe reconocerse que afirmaciones de esta naturaleza se encontrarán en todo el espectro político. En todos los campos se tiene tendencia a identificar lo colectivo, el pueblo o la comunidad, con el propio proyecto. Sólo éste interpreta de manera auténtica la realidad compleja y diversa del propio país. Sólo los que con este proyecto se identifican son auténticos, los restantes son expresiones marginales, ignoradas o insignificantes de una realidad que, por el contrario, sólo adquiere autenticidad en la suma de su diversidad.

De ahí a pretender la apropiación de los sentimientos y valores de un pueblo media una distancia muy corta. Y por ello la tentación, mal disimulada, de actuar siempre en nombre del pueblo, confundiendo a éste con un segmento del mismo. Y por ello, en la nueva dimensión mediática de la acción política, menudean los mesiánicos portadores de la verdad absoluta o los ambiciosos, redentores de la humanidad.

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En democracia, sólo las instituciones emanadas de la voluntad popular pueden actuar en nombre del pueblo. Sólo la síntesis de las diversas expresiones de aquella voluntad define la voz del pueblo. Sólo esta síntesis será la auténtica manifestación de un país en cada momento concreto de una historia. Deberíamos ser todos muy. exigentes en la aceptación de este principio, y en la adaptación de nuestra terminología a las consecuencias.

Ha sido en nombre del pueblo que se han cometido las grandes barbaridades que históricamente destrozaron su libertad. Nadie ha querido confesar que su acción se dirigiera a limitar las libertades de los ciudadanos; todos los dictadores han descansado su acción en la cínica manifestación de devolver al pueblo su "auténtica" libertad. Siempre ha existido una interpretación sobre los "auténticos" caracteres de un país, que ha permitido a sus minoritarios autores erigirse en inquisidores de los que no comparten su misma visión.

Por eso, en democracia cada uno representa un sector no exclusivo ni excluyente de la realidad. Y si peligroso es no entenderlo así, cuando se trata de opciones minoritarias, no deja de serlo también incluso cuando se trata de opciones mayoritarias. La grandeza de la democracia no descansa principalmente en el reconocimiento del Gobierno de la mayoría, sino en el respeto de los derechos de las minorías. Sólo así será posible hablar en nombre del pueblo; sólo así la autenticidad se confundirá con un proyecto colectivamente asumido, por su capacidad de definir una convivencia en libertad.

En el inicio de una nueva campaña electoral, que se presenta muy cargada de tensión y precedida de una gran crispación política, será bueno detenerse en la consideración de esta práctica abusiva de usar el nombre del pueblo en vano. No deberían enfrentarse los auténticos contra los "otros"; debería reconocerse a los ciudadanos el derecho a expresar su opinión e incluso de equivocarse, sin que por ello su voto les colocara irreversiblemente en uno u otro bando: el de los auténticos o el de los otros. Si no se hace un esfuerzo en esta línea, las elecciones pueden convertirse más en un paso hacia la división de nuestra sociedad que en una apuesta a favor del sosiego y la cohesión.

¿De quién será la España auténtica? ¿Cómo será? ¿Quién cabrá en ella? ¿Vamos a construirla entre todos o sólo los auténticos? Demasiado riesgo para la España del 96; para la España que se quiere europea y moderna. No debería valer la simplificación maniquea que divide entre buenos y malos; ni la radicalización como sistema; ni la erosión como argumento. En nombre del pueblo que se le respete.

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